Fernando de Noronha
A 350 kilómetros del continente, en pleno océano Atlántico, existe una pequeña isla con playas de película, que fue presidio, hoy tiene rango de parque nacional y es un destino literalmente para pocos, con un cupo máximo de visitantes diarios
La elección salvaje
La isla brasileña más lejana de Brasil se reconvirtió de cárcel a reserva natural y destino top|
Fernando de Noronha es una rareza dentro de Brasil. En realidad, es una rareza más fuera que dentro: esta isla de 17 kilómetros cuadrados queda a 350 kilómetros del continente, en el océano Atlántico. Pertenece administrativamente al estado brasileño de Pernambuco, pero desde la topografía volcánica hasta la cadencia de sus habitantes, Noronha es otro mundo, a pesar del portugués y otras señas culturales de su Madre Patria.
En el archipiélago del mismo nombre, Noronha es la isla más grande y la única habitada. Sin agua dulce, este territorio naturalmente hostil solo en las últimas décadas, después de servir como colonia penitenciaria, se recategorizó como destino turístico de lujo. No tanto por la calidad de su hotelería, que tampoco está nada mal, sino por el costoso acceso debido a la distancia y las regulaciones para su conservación.
Antes lugar de castigo, ahora isla exclusiva, aunque sin resorts cinco estrellas, Noronha es tan rica como vulnerable, una joya preciosa y apartada que hoy enfrenta el desafío de administrar bien su éxito de convocatoria.
La isla es de tal belleza salvaje (plaza de buceo internacional, especies endémicas, todo un catálogo de corales), que el visitante tiene en seguida el reflejo de preocuparse por su preservación. Entonces nota los tachos de basura públicos de media docena de colores para diferentes materiales y le explican que todos los desperdicios se sacan de allí en barco una vez por semana. Y, en lugar de lamentarse, pronto acepta y ve como positivo eso de que a Noronha la llamen “tierra del no” y que deba abonar una tasa por cada día que pisa su suelo.
Es que la mitad de la isla tiene rango de parque nacional, con un cupo máximo de turistas diarios. Hay muchas áreas intocables y otras donde solo se ingresa pagando y con guía contratado. Por otro lado, la infraestructura acompaña con información, señalización, baños y otros servicios en la mayoría de las entradas al parque, además de buenas pasarelas ahí donde pueden hacer falta y hasta la ocasional tienda de suvenires y alquiler de equipo de snorkel. Detalle no menor: las patas de rana y las antiparras son imprescindibles en este viaje.
La isla tiene una forma alargada; se estira hasta unos once kilómetros, con solo tres en su parte más “ancha”. Está rodeada por el Mar de Dentro, más calmo y de cara a Brasil, y por el Mar de Fuera, más bravo y mirando hacia África. De uno y otro lado, en este lugar del mundo las mareas marcan la jornada tanto como el reloj, determinan la actividad en las playas y pautan las excursiones. De vez en cuando también causan algunos destrozos.
Una única ruta circular vincula el aeropuerto con los caseríos esporádicos donde residen unos 4000 habitantes. En una tienda de ropa hacen descuentos del 30 por ciento a los residentes. Ingenuo, le pregunto a Eric, el encargado, qué prueba de residencia debe mostrar el cliente. “Nos conocemos todos –responde con gesto de ¿no es obvio?– Sé donde vive cada familia: trabajé cinco años en reparto a domicilio”.
Por aquella ruta va y viene el único colectivo, que cuesta cinco reales. Pero parte de la experiencia Noronha es manejar o al menos subirse a un buggy. Mecánica básica, chasis plástico y aguante a prueba de arena, es el vehículo oficial noronhense; da la sensación que cada poblador tiene por lo menos uno estacionado por ahí para alquilárselo a quien pregunte.
Por si hace falta confirmarlo, viven del turismo. El año pasado recibieron 94.151 visitantes, con un 90 por ciento de brasileños.
Guía de playas
El buggy es ideal para llegar a la playa, obviamente una prioridad. Cualquier Guía Básica de Playas de Noronha arranca por Praia da Conceição, la más animada y céntri- ca (a escala noronhense) y continúa por su vecina mucho menos poblada, Boldró. Desde Cacimba do Padre se saca una de las fotos con más me gusta de Noronha, olas golpeando contra el Morro Dois Irmãos a pocos metros de la arena. Sueste, Atalaia y Bode son algunas de las playas del parque nacional, más retiradas. Y Praia do Sancho es el sitio para sentirse dentro de las páginas ilustración de una revista de viajes. Difícil imaginar, en el Atlántico, candidata más calificada para encabezar cualquiera de esos rankings con “las diez mejores playas” de Brasil, del planeta, del universo.
El acceso a Sancho suma aún más puntos. Hay que bajar por unos quince metros de escaleras tipo emergencia, metidas en la roca, nada amigables para los claustrofóbicos. Después de otros escalones externos, se alcanza una pequeña bahía, tan recóndita y virgen que da pudor meter un pie en el agua (bueno, al menos los primeros segundos) y alterar tal equilibrio de elementos.
Martes, dos de la tarde. La población total de la playa de Boldró consiste en cuatro turistas, el encargado de Casa do Gerson, la única construcción en 600 metros de arena, y un gato gris que acaba de cortarle la cola a una mabuia. Esta lagartija oscura y manchada, de no más de diez centímetros, habita por toda Noronha, desde el techo de la habitación del hotel hasta la piedra más alta en la Fortaleza dos Remedios, que desde el siglo XVIII vigila la isla.
Lagartijas y presos
La Trachylepis atlantica es una especie endógena, mucho más noronhense que los humanos, que aparecieron por acá apenas en los últimos siglos. La isla fue descubierta en 1503 por una expedición portuguesa financiada por el comerciante Fernando de Loronha, que le dio algo parecido a su nombre. Después fue disputada y ocupada por holandeses, franceses y lusitanos, hasta que a fines del siglo XIX pasó a formar parte de Pernambuco. El estado brasileño decidió aprovechar las instalaciones de la antigua prisión, convirtiendo a la isla en una colonia penitenciaria, donde la última dictadura encerró a sus presos políticos.
Parte de la escasa población nacida y criada en Noronha desciente de aquellos convictos, políticos o no, y de sus guardianes. Pero como en todo destino turístico son muchos más los que aterrizaron de otros puntos de Brasil. Desde el conserje del hotel hasta el empleado que limpia las calles, el dueño del restaurante o la periodista que vino a cubrir el accidente del vuelo 447 de Air France (que en 2004 se estrelló cerca de la isla con 228 personas) y que ya nunca regresó a la redacción.
Muchos esperan largo la oportunidad de un puesto que les permita colarse en este refugio natural, lejísimos de los problemas sociales del continente (qué pasará en los próximos meses con el nuevo escenario político...). Otros padecen el aislamiento, pero se apartan de sus familias por algunos meses para juntar dinero en labores menos calificadas. Como Alex, pantalón y remera naranjas, que blanquea las veredas bajo el solazo. “Trabajo todo el día, todos los días, y a la noche voy a la iglesia. Extraño a mi familia, pero no me enojo con mi destino, eso es lo que el Señor nos enseña”, sonríe.
Hasta que caiga el sol
¿Adónde vas para la puesta del sol? Todos los días, la misma pregunta. En Noronha, se da por descontado que todo el mundo irá a algún lado para ver el por do sol. Nadie considera la opción de perderse esa hora de los magos en que el cielo y el mar de adentro, de afuera, desde todos los ángulos, mutan en un show de colores. La platea puede estar en una playa, como Cacimba do Padre; en un punto de observación elevado con música en vivo, como las ruinas del fuerte de São Pedro do Boldró. Con un trago en el Bar do Meio o fotos de los novios felices en la mini capilla de San Pedro de los Pescadores, sobre el puerto.
El plan es probar cada día una ubicación distinta. Donde sea, nunca falla: el público contempla en un estado de comunión que vira de la