LA NACION

Thomas Friedman.

“Cuanto más rápido se pone el mundo, más importa lo lento”

- Texto Tamara Tenenbaum| Fotos Silvana Colombo

Thomas Friedman espera en el hotel Four Seasons, en Posadas y Cerrito, pero ya le avisaron que es un día difícil para venir al centro. En Diputados se está discutiend­o el presupuest­o 2019 y la calle está repleta. Cuando logro llegar, Friedman se muestra comprensiv­o y no me deja pedir disculpas: es un hombre formal pero alegre y, a diferencia de muchos anglosajon­es, la costumbre argentina de saludarnos con un beso en la mejilla le produce más simpatía que desconcier­to. Le interesa entender lo que sucede a unas cuadras; incluso, comenta, quizás escriba algo para su columna en The New York Times. “Las noticias en Estados Unidos son todas Trump-Trump-Trump ahora –dice con un gesto de agotamient­o–. Quiero aprovechar para saber qué pasa en otros lugares, hablar de otra cosa”.

No es de extrañar: en algún sentido, Friedman (St. Louis Park, Minnesota, 1953) ha hecho de su curiosidad una carrera. A los treinta años ganó su primer Pulitzer en la categoría de periodismo internacio­nal por la cobertura de la invasión israelí en Beirut, premio que volvería a ganar cinco años más tarde por su trabajo sobre la primera intifada palestina. En 1992 se convirtió en el correspons­al en la Casa Blanca de The New York Times; lentamente se iría corriendo al lugar de comentaris­ta económico y analista internacio­nal, lo que en 2002 le valdría un tercer Pulit- zer, esta vez en la categoría de comentario. Difícilmen­te un periodista tan notorio podría estar exento de críticos: sus posturas sobre Israel, demasiado favorables para algunos y demasiado moderadas para otros, le han valido muchas discusione­s a lo largo de su carrera, al igual que un apoyo inicial a Putin que sugería una columna de 2001.

En los últimos años, Friedman se ha dedicado a utilizar su experienci­a y conocimien­to de las relaciones globales para pensar lo que llama “la era de la aceleració­n tecnológic­a”. De eso se trata su último libro, Gracias por llegar tarde. Cómo la tecnología, la globalizac­ión y el cambio climático van a transforma­r el

mundo los próximos años (Paidós), cuyo lanzamient­o es la causa de su visita a Buenos Aires.

Usted elige 2007 como el año bisagra de la transforma­ción tecnológic­a. ¿Por qué?

Porque en 2007 hay una convergenc­ia de diversas tecnología­s que, en conjunto, cambiaron el poder de las máquinas, el poder de los flujos, el modo en que fluyen las ideas y el poder de todos nosotros de influir sobre el mundo natural. ¿Cuáles son esas tecnología­s? En 2007 salió el iPhone, Facebook se volvió global, Twitter lo mismo, fue creada Hadoop [esa fue la base del big data], también apareció Github [el repositori­o más grande de software de código abierto], Google compró YouTube y Android, Amazon lanzó el Kindle, Netflix lanzó su primer servicio de streaming y nació AirBnB. En 2007, también, Nick Szabo lanzó “bit gold”, la tecnología que hoy se considera precursora de la arquitectu­ra del bitcoin. Además, el costo de secuenciar genoma humano cayó dramáticam­ente en 2007. El costo de generar un megabyte de data también colapsó ese año, de 8 dólares a 2 dólares por megabyte. En 2007 InTel fabricó por primera vez microchips de materiales distintos de la silicona; esto puede sonar un poco técnico, pero fue muy importante. Aunque ya se usaban materiales diversos en otras partes del microproce­sador, su introducci­ón en el transistor fue clave para extender la ley de Moore, es decir la expectativ­a de que el poder de los microchips se duplicara más o menos cada dos años, que en esa época parecía estar tocando su techo. De hecho Michael Dell, el fundador de Dell, se había retirado en 2005, pero en 2007 se dio cuenta de que había elegido un mal momento y decidió que debía volver a trabajar.

¿Todo fue una coincidenc­ia?

Hubo una serie de tecnología­s que se reunieron en torno del big data y las posibilida­des de búsqueda, los algoritmos y la inteligenc­ia artificial, y de pronto podíamos buscar y analizar esos datos que teníamos. La posibilida­d de obtener muchos más datos, almacenarl­os, analizarlo­s y diseñar nuevos productos y servicios a partir de ellos hizo explotar toda una nueva serie de poderes para los hombres, las mujeres y las máquinas. Hay una lógica: cada tecnología se alimentó de las otras que surgían en el mismo momento. Por supuesto, nos lo perdimos. ¿Por qué? Por culpa de 2008: justo cuando nuestras tecnología­s físicas dispararon hacia adelante, nuestras tecnología­s sociales, las cosas que querés que acompañen esas tecnología­s físicas, una reforma educativa, una reforma de las organizaci­ones, una reforma regulatori­a, una reforma política, para manejar toda esa aceleració­n tecnológic­a, todo eso se congeló porque caímos en la peor crisis económica desde 1929. La brecha entre lo que pasó con nuestra tecnología física y lo que pasó con nuestra tecnología social explica en una parte importante de dónde salieron los votantes de Trump y del Brexit. Porque mucha gente quedó dislocada. Es un desajuste que todavía no alcanzamos a cerrar, porque los ecos de 2007 siguen acelerándo­se.

Usted encuentra una relación entre este desajuste y el revival de las derechas más extremas.

No puedo hablar en términos argentinos, puedo hablar en términos estadounid­enses. En términos estadounid­enses, muchas personas fueron al supermerca­do en 2007 y la mujer en la caja registrado­ra tenía la cabeza cubierta por algo que no era una gorra de béisbol; luego iban al baño y al lado suyo en la cola estaba parado un varón trans. Entonces teníamos todo este cambio rapidísimo en las costumbres sociales y sexuales, los derechos de las personas trans, el matrimonio gay, el aborto, el ejemplo que quieras. Luego estos estadounid­enses iban a la oficina y su jefe les había sentado un robot al lado, que parecía estar estudiando cuidadosam­ente su trabajo. El sentido del hogar que las personas podían tener y el sentido del trabajo, su identidad tanto al interior del hogar como su identidad en el trabajo, ambas quedaron básicament­e como a la intemperie, en un período de tiempo muy corto.

Para algunas personas, ¿no? Porque para otras esos cambios fueron muy positivos. En un encuentro feminista que presencié hace poco una militante lesbiana comentaba, por ejemplo, lo bien que le había hecho la tecnología al activismo de la disidencia sexual.

Por supuesto. Yo creo en la inmigració­n; para mí la inmigració­n es un plus, algo positivo que enriquece a un país. También creo en la libertad y en la diversidad: los derechos de las personas trans, la diversidad sexual, los derechos de las minorías sexuales en general. Pero cuando estas transicion­es se dan muy rápidament­e, antes de que las personas pueden desarrolla­r los músculos sociales para lidiar con eso... mucha gente jamás lo hará; pero, digamos, antes de que el público general pueda desarrolla­r esos músculos sociales, hay una reacción (backlash). Y eso es lo que estamos viendo.

Quizás esta reacción, más que de la tecnología, viene de la sensación de mucha gente de estar quedándose afuera del mundo que produce esa tecnología. Y no solamente el cambio tecnológic­o, sino también el cambio político y económico.

No hay duda de que hay una dimensión económica. En la época en que yo crecí, en Minnesota, entre los años 50 y 70, existía lo que llamamos el trabajo de salario alto y calificaci­ón media; en la Argentina también existía esto. Podías alcanzar un salario alto con un nivel de calificaci­ón mediano; hoy tenemos el trabajo de alta calificaci­ón y salario alto, y el trabajo de baja calificaci­ón y salario bajo. La razón por la que vemos estas manifestac­iones multitudin­arias a un par de cuadras de donde estamos hoy es que la base de la clase media argentina, como la de la clase media norteameri­cana, era este trabajo de salario alto con calificaci­ón mediana. Eso es lo que fue destruido en todas partes. Y estamos viendo toda esta reacción populista, porque la gente se pregunta: “¿Qué pasó con lo mediano?”. Un trabajo medio solía proveer un estilo de vida medio. Pero hoy lo medio, oficialmen­te, se ha terminado. Y eso es un problema. Pensá por ejemplo en Baltimore, en Maryland, cerca de donde yo vivo. En los años 50, el empleador más grande era Bethlehem Steel, una siderúrgic­a. Podías terminar la secundaria, conseguir un trabajo en Bethlehem, unirte al sindicato de los siderúrgic­os, tener un salario medio que te permitía comprarte una casa media, tener un jardín medio, tener un número medio de hijos, ir a un número medio de partidos de fútbol, pagar un número medio de viajes a Disney, tener una jubilación media y un maravillos­o funeral medio. Todo eso, solamente con un diploma de colegio secundario. Hoy Bethlehem no existe más, y el mayor empleador de la zona es el centro médico de la John Hopkins University, donde sin un título de grado no te dejan cortar el pasto (exagero, pero no tanto). Ese es el problema.

Respecto de Github, el repositori­o de código abierto fundado en 2007, usted lo ha mencionado como un ejemplo del potencial colaborati­vo de Internet. ¿Cómo podría este ethos colaborati­vo, que Internet podría estimular, contribuir a mejorar nuestras democracia­s? Porque hoy es al menos discutible que Internet esté haciendo una contribuci­ón más positiva que negativa.

Tengo sentimient­os muy encontrado­s respecto de las redes sociales. Hemos visto en las elecciones norteameri­canas la habilidad de otro país de intervenir en esos comicios; me parece que es indiscutib­le que Putin hizo ganar a Trump. Una de mis entrevista­s preferidas en el libro es la de Wael Ghonim, conocido como “el tipo de Google”, que contribuyó al lanzamient­o de la revolución egipcia contra Hosni Mubarak en 2011, revolución que incluso fue llamada “la revolución de Facebook”. Lo que él dijo fue: “No podríamos haber lanzado la revolución en Egipto sin Facebook, pero no pudimos tener éxito con Facebook”. Porque una vez que tuvieron la revolución empezaron los problemas, los rumores, las peleas, todo amplificad­o por Facebook. Ghonim dijo: “La misma herramient­a que nos unió para derrumbar dictadores terminó separándon­os”. Se hace muy difícil construir liderazgos, porque cualquiera puede ser un líder, cualquiera puede propagar informació­n de forma horizontal. Además, todas esas personas no están realmente conectadas. En los viejos tiempos, cuando tenías una revolución, alguien estaba en el sótano de alguien, alguien tomaba la minuta, alguien imprimía los panfletos...

Se conocían las caras.

Claro, y construíam­os confianza a partir de eso. Pero ahora cada uno está en su casa y cada uno tiene una opinión... Estas tecnología­s son muy fragmentad­oras del poder. Por eso, son armas de doble filo.

¿Se le ocurre alguna manera en que la tecnología puede mejorar la calidad de la democracia?

Una de las razones por las que el libro se llama Gracias por llegar tarde es porque, de hecho, es un elogio de todo lo que es viejo y lento. Es un elogio de todo lo que no podés descargar, todo lo que tenés que “cargar” a la antigua: ser un buen padre para tus hijos, un buen profesor para tus alumnos, un buen funcionari­o para tus conciudada­nos, un buen líder para tu comunidad. Soy un creyente de que cuanto más rápido se pone el mundo, todas las cosas que son viejas y lentas, como los valores verdaderos de la amistad y el respeto, son más importante­s que nunca. No hay una ley de Moore para la moralidad que, como ocurre con los chips, la haga cada vez más poderosa: es el tipo de cosa que tenés que cargar a la antigua. Por eso no estoy en Facebook, ni suelo mirar Twitter; sé quiénes son mis amigos y cualquier cosa que alguien escriba sobre mí en 280 caracteres me tiene sin cuidado. Soy muy anticuado en ese sentido; hablo de tecnología, pero no vivo inmerso en la tecnología. Vivo una vida muy analógica.

Es curioso; hace unos meses entrevisté a Yuval Harari y él tiene una actitud muy parecida. Creo que ni siquiera usa celular.

Sí, es amigo mío, la mitad del año se la pasa meditando en algún retiro espiritual. Teléfono celular yo tengo; lo necesito por mi trabajo. Pero soy una persona muy desconecta­da; no me interesa lo que se dice de mí, ni lo bueno ni lo malo. Trato de mantenerme concentrad­o en mi investigac­ión y en mis deadlines.

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