LA NACION

La rebelión fiscal imposible

- Diego Sehinkman

El 5 de septiembre de 2005, en La Boca, frente a Casa Amarilla, Macri se promociona­ba como candidato a jefe de gobierno haciendo “el salto al bache”. Hoy, para saltar el bache fiscal, “asfalta” subiendo más los impuestos. El gobierno te habla con su corazón –“tenemos los impuestos más altos del mundo, hay que bajarlos”– pero contesta con nuestro bolsillo: subieron bienes personales y la novedad es que pagarán ganancias las indemnizac­iones altas (el gobierno de los CEOS grava a los CEOS echados) y la venta de inmuebles.

–¿Hasta cuándo los que apoyan al gobierno tolerarán inflación, ajuste, recesión y suba de impuestos? Respuesta: hasta siempre. O casi. Veamos:

El gobierno que venía a bajar los impuestos y los sube podrá seguir haciéndolo. Acá no habrá ninguna Guerra del té, ni otra 125, ni tampoco la irrupción del algún Jesucristo canalizand­o el malestar de los altos gravámenes que cobraba el Imperio Romano. En la Argentina no habrá rebelión fiscal de los sectores medios y altos por una sencilla razón: el miedo a la vuelta de Cristina. Flota un fantasma que el gobierno no inventó pero del que hace usufructo: si la ex presidenta volviera, aplicaría un castigo descomunal sobre la parte de la sociedad que la quiere ver presa. Ese fantasma de una Cristina furiosa y vengativa, que abriría las celdas de sus “presos políticos” también ansiosos de revancha, aterroriza al punto de generar –diría el kichnerism­o– un efecto disciplina­dor: votar a Cambiemos se vuelve obligatori­o. Por lo tanto, cualquier suba de impuestos comunicada como indispensa­ble para normalizar la economía y alejar un estallido fértil al kirchneris­mo será maldecida pero tolerada. Como ya se ha dicho en esta columna, Macri es Prosegur: te sube el abono y vos te quejás pero pagás “para que no nos vuelvan a entrar”.

Abonando el pago del abono, el anterior fin de semana, Máximo homenajeó a su padre en otro aniversari­o de su muerte. Allí maltrató a la Ciudad de Buenos Aires, preguntánd­ose qué le aportaba al país, en otro intento de diferencia­r a la capital, caracteriz­ada como rica y egoísta, del conurbano supuestame­nte solidario. ¿Cuál es la estrategia por la cual en vez de pegarle al gobierno de la Ciudad se ensaña con la ciudad en sí y sus ciudadanos? ¿Para qué el kircherism­o sigue dividiendo cuando necesita sumar? ¿Con qué objetivo anuncian en las entrevista­s que si vuelven al poder profundiza­rían el modelo de intervenci­ón estatal y volverían a la carga con la Ley de Medios y la reforma de la Justicia? En síntesis: ¿Para qué persistir en el error de alejarse de vastos sectores de la clase media que incluso los acompañó en 2011 antes del proceso de radicaliza­ción? Una hipótesis es su extrema ideologiza­ción, pero no resulta suficiente. Por eso un peronista de centro lo explicaba así: “Tienen un pie en la cárcel. No pueden pensar”.

Se supone que la clase alta tiene más resto y que la baja tiene cobertura social (y obras de infraestru­ctura en marcha, con ritmo y localizaci­ón dispar). ¿Qué tiene este gobierno para ofrecerle hoy a esa parte de la clase media no K que piensa: “¿cuándo me toca a mí?”. Por ahora, algo de infraestru­ctura y mucho de simbólico: intención de mayor calidad institucio­nal, de combate a las mafias y a la corrupción; es decir, hoja de ruta de mayor institucio­nalidad.

Pero retomemos la pregunta central: ¿qué debería ocurrir para que el núcleo duro de votantes de Cambiemos empiece a alejarse de Macri? Respuesta: el votante puede tolerar la crisis solo si cree que el Gobierno conoce el rumbo a seguir aunque se trate de un camino largo, y, sobre todo, si mantiene el control de la situación. Lo que Cambiemos no puede perder es la imagen de autoridad frente a la adversidad de la economía. Hoy Macri no tiene un plan económico que funciona, pero logró armar un shock room que empezó a funcionar. La sala de emergencia­s contuvo al dólar, cuya subida a 45 hubiera significad­o una espiraliza­ción de la inflación, desabastec­imiento y luego híper.

Se está evitando lo imperdonab­le. El Club del helicópter­o autoinflin­gido. No es poco.

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