La rebelión fiscal imposible
El 5 de septiembre de 2005, en La Boca, frente a Casa Amarilla, Macri se promocionaba como candidato a jefe de gobierno haciendo “el salto al bache”. Hoy, para saltar el bache fiscal, “asfalta” subiendo más los impuestos. El gobierno te habla con su corazón –“tenemos los impuestos más altos del mundo, hay que bajarlos”– pero contesta con nuestro bolsillo: subieron bienes personales y la novedad es que pagarán ganancias las indemnizaciones altas (el gobierno de los CEOS grava a los CEOS echados) y la venta de inmuebles.
–¿Hasta cuándo los que apoyan al gobierno tolerarán inflación, ajuste, recesión y suba de impuestos? Respuesta: hasta siempre. O casi. Veamos:
El gobierno que venía a bajar los impuestos y los sube podrá seguir haciéndolo. Acá no habrá ninguna Guerra del té, ni otra 125, ni tampoco la irrupción del algún Jesucristo canalizando el malestar de los altos gravámenes que cobraba el Imperio Romano. En la Argentina no habrá rebelión fiscal de los sectores medios y altos por una sencilla razón: el miedo a la vuelta de Cristina. Flota un fantasma que el gobierno no inventó pero del que hace usufructo: si la ex presidenta volviera, aplicaría un castigo descomunal sobre la parte de la sociedad que la quiere ver presa. Ese fantasma de una Cristina furiosa y vengativa, que abriría las celdas de sus “presos políticos” también ansiosos de revancha, aterroriza al punto de generar –diría el kichnerismo– un efecto disciplinador: votar a Cambiemos se vuelve obligatorio. Por lo tanto, cualquier suba de impuestos comunicada como indispensable para normalizar la economía y alejar un estallido fértil al kirchnerismo será maldecida pero tolerada. Como ya se ha dicho en esta columna, Macri es Prosegur: te sube el abono y vos te quejás pero pagás “para que no nos vuelvan a entrar”.
Abonando el pago del abono, el anterior fin de semana, Máximo homenajeó a su padre en otro aniversario de su muerte. Allí maltrató a la Ciudad de Buenos Aires, preguntándose qué le aportaba al país, en otro intento de diferenciar a la capital, caracterizada como rica y egoísta, del conurbano supuestamente solidario. ¿Cuál es la estrategia por la cual en vez de pegarle al gobierno de la Ciudad se ensaña con la ciudad en sí y sus ciudadanos? ¿Para qué el kircherismo sigue dividiendo cuando necesita sumar? ¿Con qué objetivo anuncian en las entrevistas que si vuelven al poder profundizarían el modelo de intervención estatal y volverían a la carga con la Ley de Medios y la reforma de la Justicia? En síntesis: ¿Para qué persistir en el error de alejarse de vastos sectores de la clase media que incluso los acompañó en 2011 antes del proceso de radicalización? Una hipótesis es su extrema ideologización, pero no resulta suficiente. Por eso un peronista de centro lo explicaba así: “Tienen un pie en la cárcel. No pueden pensar”.
Se supone que la clase alta tiene más resto y que la baja tiene cobertura social (y obras de infraestructura en marcha, con ritmo y localización dispar). ¿Qué tiene este gobierno para ofrecerle hoy a esa parte de la clase media no K que piensa: “¿cuándo me toca a mí?”. Por ahora, algo de infraestructura y mucho de simbólico: intención de mayor calidad institucional, de combate a las mafias y a la corrupción; es decir, hoja de ruta de mayor institucionalidad.
Pero retomemos la pregunta central: ¿qué debería ocurrir para que el núcleo duro de votantes de Cambiemos empiece a alejarse de Macri? Respuesta: el votante puede tolerar la crisis solo si cree que el Gobierno conoce el rumbo a seguir aunque se trate de un camino largo, y, sobre todo, si mantiene el control de la situación. Lo que Cambiemos no puede perder es la imagen de autoridad frente a la adversidad de la economía. Hoy Macri no tiene un plan económico que funciona, pero logró armar un shock room que empezó a funcionar. La sala de emergencias contuvo al dólar, cuya subida a 45 hubiera significado una espiralización de la inflación, desabastecimiento y luego híper.
Se está evitando lo imperdonable. El Club del helicóptero autoinflingido. No es poco.