LA NACION

Un país más polarizado por un presidente todavía firme para ser reelegido

- Rafael Mathus Ruiz CORRESPONS­AL EN EE.UU. El aNálisis

Donald Trump es un presidente atípico, distinto a todos los que ha visto Estados Unidos. Pero deberá lidiar, en los últimos años de su mandato, con una realidad que atormentó a sus antecesore­s y que no logró esquivar ni siquiera con una economía en pleno auge: un Congreso opositor.

Tras otra campaña ácida, Estados Unidos llegó a la elección divido y salió de la elección dividido. Y el veredicto sobre el modelo de poder de Trump quedó, también, dividido. Ese desenlace, a tono con los tiempos de grieta, dejó, al final, algo para todos.

Trump y los republican­os perdieron la elección. El Congreso estaba en sus manos y quedó dividido, y los demócratas les arrebataro­n varias gobernacio­nes. Pero, gracias a un escenario electoral que de entrada los favorecía y a un puñado de triunfos apretados, el oficialism­o mostró destellos de su control territoria­l, evitó una derrota mayor y logró retener una pieza clave del poder en Washington: el Senado. La “ola azul”, que, incluso para algunos demócratas, tuvo menos vigor de lo que esperaban, no los tapó del todo.

Trump y los republican­os perdieron la Cámara de Representa­ntes. Nada nuevo: históricam­ente, el oficialism­o pierde poder en el Congreso en la primera elección legislativ­a del presidente de turno. Les sucedió a Ronald Reagan, Bill Clinton y Barack Obama. George W. Bush esquivó ese destino, pero en una elección atípica: se realizó poco más de un año después de los atentados del 11 de Septiembre.

Desde esa perspectiv­a, el revés para el oficialism­o dista de ser sorpresivo o abrumador. La derrota pa-

ra Trump fue, por caso, menor que la “paliza” a Obama en 2010 o la de Clinton en 1994 y similar al retroceso que sufrió Bush en 2006.

Así y todo, la victoria de los demócratas gana envergadur­a ante otra realidad: debieron enfrentar un mapa de distritos muy adverso, trazado en 2010 bajo la práctica conocida como gerrymande­ring para blindar a los republican­os. Eso, en una época de bonanza económica, que fortalecía al oficialism­o.

La contracara fue el Senado. Trump y los republican­os mostraron su músculo territoria­l y ampliaron su mayoría. Pero lo lograron, en cierta medida, gracias a un mapa muy favorable: la mayoría de las bancas en juego estaban en poder de los demócratas, incluidas 10 en estados que Trump ganó en 2016. Aunque ese triunfo, también, estaba casi descontado, Trump sumó para la victoria, tal como lo reconoció el líder republican­o en el Senado, Mitch McConnell.

“Nos ayudó mucho en los estados donde está en excelente forma. Trabajó muy duro y atrajo a grandes multitudes, y creo que claramente tuvo un impacto positivo en el resultado”, dijo McConnell.

La pelea por las gobernacio­nes también dejó triunfos para ambos bandos. Los demócratas les arrebataro­n siete estados a los republican­os, entre ellos, uno de sus bastiones: Kansas. Y mostraron renovados signos de fortaleza en el Rust Belt, clave en el histórico triunfo de Trump hace dos años. Esos resultados deberían ser una luz amarilla para Trump en 2020.

Pero ese franco avance de la oposición quedó teñido por las victorias republican­as en dos estados que suelen ser decisivos en las elecciones presidenci­ales, Florida y Ohio, y en Georgia, una contienda que, en los papeles, aparecía reñida.

Al final, un mapa dividido, la mitad en rojo y la otra mitad en azul, fue un fiel reflejo del presente político de Estados Unidos.

Trump tendrá más problemas para gobernar. Los próximos dos años auguran un Washington aún más áspero del que se vio hasta ahora.

El presidente deberá negociar el presupuest­o con los demócratas, sepultar su prometido muro (a menos que esté dispuesto a dar algo a cambio) y prepararse para una ofensiva de investigac­iones en su contra. Su marca política sufrió un revés. Pero no fue derrumbada.

Trump es, aún, el hombre que marca el ritmo de la política norteameri­cana y el candidato mejor posicionad­o para 2020.

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