Un país más polarizado por un presidente todavía firme para ser reelegido
Donald Trump es un presidente atípico, distinto a todos los que ha visto Estados Unidos. Pero deberá lidiar, en los últimos años de su mandato, con una realidad que atormentó a sus antecesores y que no logró esquivar ni siquiera con una economía en pleno auge: un Congreso opositor.
Tras otra campaña ácida, Estados Unidos llegó a la elección divido y salió de la elección dividido. Y el veredicto sobre el modelo de poder de Trump quedó, también, dividido. Ese desenlace, a tono con los tiempos de grieta, dejó, al final, algo para todos.
Trump y los republicanos perdieron la elección. El Congreso estaba en sus manos y quedó dividido, y los demócratas les arrebataron varias gobernaciones. Pero, gracias a un escenario electoral que de entrada los favorecía y a un puñado de triunfos apretados, el oficialismo mostró destellos de su control territorial, evitó una derrota mayor y logró retener una pieza clave del poder en Washington: el Senado. La “ola azul”, que, incluso para algunos demócratas, tuvo menos vigor de lo que esperaban, no los tapó del todo.
Trump y los republicanos perdieron la Cámara de Representantes. Nada nuevo: históricamente, el oficialismo pierde poder en el Congreso en la primera elección legislativa del presidente de turno. Les sucedió a Ronald Reagan, Bill Clinton y Barack Obama. George W. Bush esquivó ese destino, pero en una elección atípica: se realizó poco más de un año después de los atentados del 11 de Septiembre.
Desde esa perspectiva, el revés para el oficialismo dista de ser sorpresivo o abrumador. La derrota pa-
ra Trump fue, por caso, menor que la “paliza” a Obama en 2010 o la de Clinton en 1994 y similar al retroceso que sufrió Bush en 2006.
Así y todo, la victoria de los demócratas gana envergadura ante otra realidad: debieron enfrentar un mapa de distritos muy adverso, trazado en 2010 bajo la práctica conocida como gerrymandering para blindar a los republicanos. Eso, en una época de bonanza económica, que fortalecía al oficialismo.
La contracara fue el Senado. Trump y los republicanos mostraron su músculo territorial y ampliaron su mayoría. Pero lo lograron, en cierta medida, gracias a un mapa muy favorable: la mayoría de las bancas en juego estaban en poder de los demócratas, incluidas 10 en estados que Trump ganó en 2016. Aunque ese triunfo, también, estaba casi descontado, Trump sumó para la victoria, tal como lo reconoció el líder republicano en el Senado, Mitch McConnell.
“Nos ayudó mucho en los estados donde está en excelente forma. Trabajó muy duro y atrajo a grandes multitudes, y creo que claramente tuvo un impacto positivo en el resultado”, dijo McConnell.
La pelea por las gobernaciones también dejó triunfos para ambos bandos. Los demócratas les arrebataron siete estados a los republicanos, entre ellos, uno de sus bastiones: Kansas. Y mostraron renovados signos de fortaleza en el Rust Belt, clave en el histórico triunfo de Trump hace dos años. Esos resultados deberían ser una luz amarilla para Trump en 2020.
Pero ese franco avance de la oposición quedó teñido por las victorias republicanas en dos estados que suelen ser decisivos en las elecciones presidenciales, Florida y Ohio, y en Georgia, una contienda que, en los papeles, aparecía reñida.
Al final, un mapa dividido, la mitad en rojo y la otra mitad en azul, fue un fiel reflejo del presente político de Estados Unidos.
Trump tendrá más problemas para gobernar. Los próximos dos años auguran un Washington aún más áspero del que se vio hasta ahora.
El presidente deberá negociar el presupuesto con los demócratas, sepultar su prometido muro (a menos que esté dispuesto a dar algo a cambio) y prepararse para una ofensiva de investigaciones en su contra. Su marca política sufrió un revés. Pero no fue derrumbada.
Trump es, aún, el hombre que marca el ritmo de la política norteamericana y el candidato mejor posicionado para 2020.