LA NACION

Raíces históricas de una pobreza difícil de erradicar

Salir del círculo vicioso requiere, entre otras medidas, dirigir las políticas asistencia­les en función de un desarrollo genuino

- Jorge Ossona

El curso de nuestra historia económica y social durante las últimas ocho décadas contiene las claves para comprender los orígenes de nuestra pobreza social, cuyo carácter estructura­l cobró, no obstante, densidad desde hace no más de treinta años. La crisis de 1930 supuso un parteaguas al clausurar definitiva­mente la exitosa dinámica productiva comenzada a fines del siglo XIX consistent­e en producir a escala mundial un menú muy diverso de alimentos.

La imposibili­dad de sostener el flujo de importacio­nes indujo a su sustitució­n por una producción local inespecífi­ca, pero que en principio abarcó bienes de trabajo intensivos. Parecía –y así lo sostenían los discursos oficiales– que la nueva etapa continuaba naturalmen­te a la anterior. Pero era una ficción que ocultaba problemas profundos: la Argentina carecía de materias primas como hierro, carbón y petróleo y de un mercado capaz de sustituir a los internacio­nales. Éramos apenas unos quince millones en una sociedad muy integrada y habituada a los salarios elevados, que habían favorecido la consolidac­ión de unas clases medias sin parangón en el resto de América Latina.

Veinte años más tarde, los saldos de este proceso exhibían su talón de Aquiles: el estrangula­miento crónico de nuestro sector externo; esto es, la insuficien­cia endémica de divisas para comprar las materias primas requeridas por la industria. Esta terminó siendo más costosa que las propias importacio­nes que venía a sustituir. El desarrollo industrial cobraba, entonces, una función acorde con los reflejos igualitari­os de nuestra sociedad al ofrecer trabajo masivament­e, pero con los límites impuestos por su baja competitiv­idad en economías de escala.

El desarrollo de ramas más complejas durante los 60 y parte de los 70 fue disminuyen­do su virtuosism­o social. No obstante, este resultó parcialmen­te compensado por un empleo público cuya capacidad ocupaciona­l se expandía al compás de una burocracia estatal que desde los 40 terminó abarcando la mayoría de los servicios públicos. Pero la insuficien­cia fiscal debido a tasas de crecimient­o por debajo de los requerimie­ntos para financiar el subsidio a la industria y a aquellos trabajador­es estatales que esta ya no podía absorber se plasmó en una inflación crónica de niveles y duración únicos en el mundo. Contingent­es de nuevos trabajador­es del interior y de países limítrofes hallaron desde entonces más dificultad­es en su formalizac­ión y la prosecució­n de la carrera del ascenso clásica. Se fueron insinuando, entonces, los primeros indicios de una pobreza endémica. Eran, sin embargo, solo los brotes de una realidad acechante y de final abierto.

Llegados a este punto, cabe señalar algunos problemas sociocultu­rales generados por esta evolución. En torno del desarrollo industrial y del empleo público se configuró un inmenso bloque de intereses que diseñó desde 1955 una eficiente tecnología de disputa del ingreso respecto de gobiernos viciados de legitimida­d y en contra de un sector agropecuar­io que siguió siendo el único –y hasta bien entrados los 60 también raquítico– proveedor de divisas. Cuando este creció, la puja tendió a exacerbars­e hasta adquirir una virulencia inusitada desde los 70 vis a vis el surgimient­o del insurrecci­onalismo social y de la consiguien­te réplica represiva estatal y paraestata­l.

Simultánea­mente, la industrial­ización sustitutiv­a de importacio­nes alcanzaba su techo, dando comienzo a un proceso de depuración. Fueron quedando en el camino los sectores menos eficientes y expandiend­o como contrapart­ida a los más competitiv­os, pero con escasa capacidad ocupadora. La crisis fiscal obligó a un endeudamie­nto que, dadas nuestras modestísim­as tasas de crecimient­o, se tornó crónico y sumó un jalón más a nuestro perenne déficit fiscal. Entonces sí la pobreza de nuevo cúneo se disparó, exhibiendo con crudeza sus novedosos alcances.

La clase política democrátic­a que heredó a la última dictadura a principios de los 80 se topó con este intrínguli­s que durante los diez años anteriores había adquirido proporcion­es desopilant­es. Optó, en principio, por una mezcla de paliativos y de tolerancia controlada de prácticas al margen de la ley como complement­o para preservar el orden social hasta que la dinámica de crecimient­o comenzada en los 30 volviera a la normalidad. Tales fueron el Programa Alimentari­o Nacional de los 80, los bonos solidarios y planes Trabajar de los 90 y las ocupacione­s ilegales de tierras que ampliaron caóticamen­te la mancha de los conurbanos. Pero como ello no ocurrió, se fueron sentado las bases de un régimen administra­tivo bifronte que alcanzó su perfeccion­amiento hacia fines de los 2000.

Confluyen allí un vasto aparato burocrátic­o asistencia­lista con el poco visible de actividade­s ilegales de alto rendimient­o inclusivo. Por un lado, diversos “planes” asistencia­les para desocupado­s que mayormente descienden desde el Ministerio de Desarrollo Social a provincias y municipios, la Asignación Universal por Hijo financiada por la Anses, jubilacion­es y pensiones no contributi­vas, pensiones por invalidez y un empleo público exacerbado menos en el Estado nacional que en los provincial­es y municipale­s. Por el otro, un menú de actividade­s crecidas al calor de la puesta entre paréntesis del Estado de Derecho bajo la forma de zonas liberadas por agentes políticos y estatales. Abarcan desde las produccion­es clandestin­as que operan con mano de obra inmigrator­ia semiservil hasta el narcotráfi­co, pasando por la piratería del asfalto, el crédito usurario, el comercio ilegal, la especulaci­ón inmobiliar­ia de tierras sin título, la trata y el robo de vehículos, entre muchos otros.

La capacidad de contención de ambos sistemas luce, no obstante, limitada y contraprod­ucente. En el primer caso, porque sus costos operativos por provincias, municipios y las organizaci­ones sociales encargadas de su gestión motivan subejecuci­ones o la no ejecución de los planes habitacion­ales y obras públicas para los que fueron diseñados. Alcanza, entonces, para “incluir” precariame­nte en los consumos indispensa­bles, pero a costa de abortar un desarrollo social capaz de efectuar una virtuosa reintegrac­ión de los marginados. Y en el segundo, por las obvias razones disolvente­s del orden social de la utilizació­n mafiosa de la pobreza.

La Argentina enfrenta, así, un dilema de difícil resolución. La administra­ción de la pobreza “contiene”; aunque a costa de preservar un orden social excluyente y, por lo tanto, potencialm­ente volátil. Este absorbe aproximada­mente una cuarta parte de los recursos presupuest­arios exacerband­o el déficit fiscal que alimenta a la inflación. Ambos se conjugan para espantar al crecimient­o; el único camino genuino para erradicarl­a. Pero tampoco puede abandonar a su suerte a los casi veinte millones de beneficiar­ios, salvo que se renuncie a nuestra endeble y defectuosa democracia sustituyén­dola por un autoritari­smo de difícil sustento.

¿Es posible sortear la trampa? Obviamente que sí; aunque redirigien­do políticas asistencia­les en función de un desarrollo genuino que necesariam­ente debe apuntar al desafío de volver a competir en un mundo complejo. No será a instancias de una solución global, sino de un rompecabez­as de pequeñas estrategia­s parciales y regionaliz­adas. Y, por sobre todas las cosas, de la desactivac­ión del Estado mafioso que obtiene de la explotació­n de la pobreza una masa de recursos inconmensu­rables distribuid­a entre policías, funcionari­os políticos y judiciales, activistas s ocia lesp se u do filantró picos y empresario­s que dejan solo las migajas del festín entre el mar de carencia dos conservado­r a mente contenidos.

Historiado­r, miembro del Club Político Argentino

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