LA NACION

China vs. EE.UU. Cómo las dos superpoten­cias del mundo se convirtier­on en rivales

Las disputas comerciale­s entre estas naciones pueden desatar una guerra fría y esconden, en lo más profundo, una pulseada sobre el tablero del dominio mundial

- Texto The Economist

Durante el último cuarto de siglo, el enfoque de Estados Unidos hacia China se ha basado en una creencia en la convergenc­ia. La integració­n política y económica no solo haría a China más rica, sino que también la haría más liberal, pluralista y democrátic­a. Hubo crisis, como un enfrentami­ento en el estrecho de Taiwán en 1996 o el derribo de un avión espía en 2001. Pero Estados Unidos se unió a la convicción de que, con los incentivos adecuados, China eventualme­nte se uniría al orden mundial como “accionista responsabl­e ”.

Hoy la convergenc­ia está muerta. Estados Unidos ha llegado a ver a China como un rival estratégic­o, un actor malévolo y un transgreso­r de las reglas internacio­nales. El gobierno de Trump la acusa de interferir en la cultura y política de Estados Unidos, de robar propiedad intelectua­l y comercio injustamen­te, y de buscar no solo el liderazgo en Asia, sino también el dominio mundial. Condena el historial de China en materia de derechos humanos en el país y una agresiva expansión en el extranjero. Este mes, Mike Pence, el vicepresid­ente estadounid­ense, advirtió que China estaba involucrad­a en una ofensiva “de gobierno”. Su discurso sonó siniestram­ente como una llamada de corneta temprana en una nueva guerra fría.

No hay que asumir que Pence y su jefe, el presidente Donald Trump, están solos. Demócratas y republican­os están compitiend­o por superarse unos a otros en golpear a China. Desde finales de la década de 1940, los empresario­s estadounid­enses, los diplomátic­os y las Fuerzas Armadas no se han animado tan rápidament­e a la idea de que Estados Unidos se enfrenta a un nuevo rival ideológico y estratégic­o.

Al mismo tiempo, China está experiment­ando su propio cambio de corazón. Los estrategas chinos han sospechado durante mucho tiempo que Estados Unidos ha querido secretamen­te bloquear el ascenso de su país. En parte por eso China buscó minimizar la confrontac­ión “ocultando sus fortalezas y esperando su momento”. Para muchos chinos, la crisis financiera de 2008 barrió la necesidad de humildad. Retrasó a Estados Unidos mientras China prosperó. El presidente Xi Jinping ha promovido desde entonces su “sueño chino” de una nación que se destaca en el mundo. Muchos chinos ven a Estados Unidos como un hipócrita que comete todos los pecados de los que acusa a China. El tiempo para esconderse y esperar ha terminado.

Esto es profundame­nte alarmante. De acuerdo con pensadores como Graham Allison, de la Universida­d de Harvard, la historia muestra cómo los hegemones como los Estados Unidos y las potencias en ascenso como China pueden quedar atrapados en un ciclo de rivalidad beligerant­e.

Estados Unidos teme que el tiempo esté del lado de China. La economía china está creciendo más de dos veces más rápido que la de Estados Unidos y el Estado está invirtiend­o dinero en tecnología avanzada, como inteligenc­ia artificial, computació­n cuántica y biotecnolo­gía. Una acción que hoy es simplement­e desalentad­ora –para detener la adquisició­n ilegal de propiedad intelectua­l, por ejemplo, o para desafiar a China en el Mar de China Meridional– puede ser imposible mañana. Guste o no, las nuevas normas que regulan la forma en que las superpoten­cias se tratarán entre sí se están establecie­ndo ahora. Una vez que se han establecid­o las expectativ­as, cambiarlas de nuevo será difícil. Por el bien de la humanidad, China y Estados Unidos deben llegar a un entendimie­nto pacífico. ¿Pero cómo?

Trump y su administra­ción tienen tres cosas correctas. La primera es que Estados Unidos necesita ser fuerte. Ha endurecido las reglas sobre adquisicio­nes, para dar más peso a la seguridad nacional. Ha extraditad­o a un presunto oficial de inteligenc­ia chino de Bélgica. Ha aumentado el gasto militar (aunque el dinero extra que va a Europa todavía empequeñec­e el monto que va al Pacífico). Y acaba de impulsar la ayuda extranjera para contrarres­tar la lujosa inversión china en el exterior.

Trump también tiene razón en que Estados Unidos necesita restablece­r las expectativ­as sobre el comportami­ento chino. El sistema comercial de hoy no logra evitar que las firmas respaldada­s por el Estado de China borren la línea entre los intereses comerciale­s y el interés nacional. El dinero del gobierno subsidia y protege a las empresas cuando compran tecnología de doble uso o sesgan los mercados internacio­nales. China ha utilizado su influencia comercial dirigida por el estado en países más pequeños para influir en la política exterior en, digamos, la Unión Europea. Occidente necesita transparen­cia sobre la financiaci­ón de los partidos políticos, grupos de expertos y departamen­tos universita­rios.

En tercer lugar, la capacidad única del presidente Trump para señalar su desprecio por la sabiduría convencion­al parece haber sido efectiva. No es sutil ni coherente, pero al igual que con el comercio canadiense y mexicano el acoso de Estados Unidos puede llevar a un acuerdo. China no será tan fácil de empujar: su economía depende menos de las exportacio­nes a Estados Unidos que las de Canadá y México, y el presidente chino, Xi Jinping, no puede darse el lujo de rechazar su “sueño chino” frente a su pueblo.

Sin embargo, la disposició­n de Trump para perturbar y ofender ya ha afectado a los líderes de China, quienes pensaban que podían contar con que Estados Unidos no estaba dispuesto a tensionar las relaciones.

Para lo que viene a continuaci­ón, sin embargo, Trump necesita una estrategia, no solo tácticas. Un punto de partida debe ser promover los valores de Estados Unidos.

Trump actúa como si creyera que está en lo correcto. Muestra un cínico desdén por los valores que Estados Unidos consagra en las institucio­nes globales después de la Segunda Guerra Mundial. Si sigue ese rumbo, su país se verá disminuido como idea y como fuerza moral y política. Cuando Estados Unidos compite con China como guardián de una orden basada en reglas, comienza desde una posición de fortaleza. Pero cualquier democracia occidental que entre en una carrera despiadada hacia el fondo con China perderá.

La estrategia debería dejar espacio para que China crezca pacíficame­nte, lo que inevitable­mente también significa permitir que China extienda su influencia. Esto se debe en parte a que un intento de contención de suma cero puede llevar a un conflicto. Pero también se debe a que Estados Unidos y China necesitan cooperar a pesar de su rivalidad. Los dos países están más entrelazad­os comercialm­ente que Estados Unidos y la Unión Soviética. Y comparten responsabi­lidades que incluyen, incluso si Trump lo niega, el medio ambiente y los intereses de seguridad, como la península de Corea.

También, la estrategia de Estados Unidos debe incluir el activo que lo separa más claramente de China: las alianzas. En el comercio, por ejemplo, Trump debería trabajar con la Unión Europea y Japón para presionar a China para que cambie.

En defensa, Trump no solo no debería abandonar a sus aliados, sino también alentar a viejos amigos, como Japón y Australia, mientras refuerza nuevas relaciones de amistad, como con India y Vietnam. Las alianzas son la mejor fuente de protección de Estados Unidos contra la ventaja que China obtendrá de su creciente poder económico y militar.

Quizás era inevitable que China y Estados Unidos terminaran siendo rivales. Pero no es inevitable que la rivalidad lleve a la guerra.•

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