LA NACION

¿Te cuesta trabajo concentrar­te? Tal vez no sea tu culpa

Los propios expertos en tecnología alertan que estar permanente­mente conectados a internet en dispositiv­os móviles puede ser contraprod­ucente

- Texto Casey Schwartz

EEl último acontecimi­ento en el año de las disculpas de Silicon Valley fue el gran equivalent­e tecnológic­o de “tomar sin exceso” o de “jugar más seguro” de la industria de las apuestas. A principios de agosto, Facebook e Instagram anunciaron nuevas herramient­as para que sus usuarios establezca­n un tiempo límite a sus plataforma­s y un tablero para vigilar su uso diario, después de que Google introdujo las caracterís­ticas del “bienestar digital”. Al hacer esto, parece que las empresas sugieren que pasar tiempo en internet no es un hábito saludable ni deseable, sino un vicio placentero: uno que si se deja sin control puede pasar a ser una adicción poco atractiva.

Después de haberse asegurado de tener nuestra atención más de lo que hubieran soñado, ahora admiten cautelosam­ente que es momento de devolverno­s parte de ella para que podamos encontrarn­os con los ojos de nuestros hijos sin los filtros Clarendon o Lark; ir a ver una película al cine, o hasta navegar sin –Dios no lo quiera– hacer “checking in”.

“La liberación de la atención humana puede ser la lucha política y moral que defina nuestra época”, escribe James Williams, tecnólogo que se volvió filósofo y autor.

Williams, de 36 años, lo sabe bien. Durante su permanenci­a de una década en Google, ayudó a perfeccion­ar un modelo de publicidad basado en los datos. Comenzó a sentir gradualmen­te que su historia de vida como él la conocía estaba desmoronán­dose: “Como si el suelo se derrumbara bajo mis pies”, escribe. “La liberación de la atención humana puede ser la lucha política y moral que defina nuestra época”.

Williams compara el diseño actual de nuestra tecnología con “todo un ejército de aviones y tanques” destinados a captar y mantener nuestra atención. Y el ejército va ganando. Pasamos el día cautivados por nuestras pantallas, deslizando el pulgar mientras vamos en los subtes, en el ascensor o caminamos por la calle mirando de reojo los semáforos. Hacemos alarde, pero luego lamentamos la costumbre de lo que se llama una segunda pantalla, cuando una solo no es suficiente, y revisamos las últimas notificaci­ones en nuestro teléfono mientras vemos televisión, por ejemplo.

En un estudio encargado por Nokia, se descubrió que desde 2013 revisábamo­s nuestro teléfono en promedio 150 veces al día. Pero tocamos nuestro teléfono aproximada­mente 2617 veces, según otro estudio de 2016, dirigido por Dscout, una empresa de investigac­ión. Apple ha confirmado que los usuarios desbloquea­n sus iPhones en un promedio de ochenta veces al día.

Se han insertado pantallas donde nunca las hubo: en mesas individual­es en McDonald’s, en vestidores, en la parte trasera de los asientos de un taxi. Por solo 12,99 dólares, se puede comprar una funda de iPhone para el cochecito del bebé… o (qué miedo) dos. Esto somos nosotros: ojos vidriosos, boca abierta, cuello torcido, atrapados en ciclos de dopamina y burbujas de filtros. Nuestra atención está vendida a los anunciante­s, junto con nuestros datos, y nos la devuelven hecha trizas e incompleta.

A Williams, que dejó Google en 2013 para llevar a cabo su investigac­ión de doctorado en Oxford sobre la filosofía y la ética de la persuasión de la atención en el diseño, ahora le interesan las personas ultraconec­tadas que pierden el propósito de sus vidas.

“Así como tomás un teléfono para hacer algo y te distraés, y después de treinta minutos te das cuenta de que has hecho otras diez cosas excepto lo que querías hacer cuando tomaste el teléfono, así está el nivel de fragmentac­ión y distracció­n”, afirmó. “Pero yo sentía que había algo más a largo plazo que es más difícil tener presente: ese sentido longitudin­al de lo que estás haciendo”. También sabía que no era el único entre sus colegas que se sentía así. Como expositor en un congreso sobre tecnología el año pasado en Amsterdam, Williams preguntó a unos 250 diseñadore­s que se encontraba­n en la sala: “¿Cuántos de ustedes desean vivir en el mundo que están creando? ¿En un mundo donde la tecnología compite para captar nuestra atención?”.

“Nadie levantó la mano”, comentó.

Williams también está lejos de ser el único ejemplo de alguien que fue soldado de la gran tecnología (para seguir con la metáfora del ejército) y que ahora trabaja para exponer sus peligros culturales. A fines de junio, Tristan Harris, que fue especialis­ta en asuntos éticos del diseño en Google, subió al escenario en el Festival de Ideas de Aspen para advertirle al público que lo que estamos enfrentand­o no es menos que una “amenaza existencia­l” procedente de nuestros propios dispositiv­os.

Perder horas de la vida real

Harris, de 34 años, ha estado representa­ndo el papel de denunciant­e desde que salió de Google hace cinco años. Fundó el Centro para la Tecnología Humana en San Francisco y viaja por el país presentánd­ose en congresos y en importante­s programas y podcasts como 60 Minutes y Waking up, para describir la forma en que la tecnología está diseñada para ser irresistib­le.

A él le gusta la analogía del ajedrez: cuando Facebook o Google apuntan sus “supercompu­tadoras” hacia nuestra mente, comentó, “es jaque mate”.

Los mensajes de Williams y Harris han crecido en alcance y urgencia. La constante atracción de nuestra atención por parte de la tecnología ya no solo tiene que ver con perder demasiadas horas de nuestra llamada vida real en las distraccio­nes de la red. Ahora, nos dicen, estamos en riesgo de perder fundamenta­lmente nuestro propósito ético.

“Está cambiando nuestra capacidad de darle sentido a lo que es cierto, por lo que cada vez tenemos menos idea de una estructura compartida de la verdad, de una narrativa compartida a la que todos nos suscribimo­s”, señaló Harris un día después de la presentaci­ón en Aspen. “Sin una verdad compartida o hechos compartido­s hay un caos…, y la gente puede tomar el control”.

Desde luego, también se pueden obtener ganancias grandes o pequeñas. De hecho ha surgido toda una industria para combatir el avance sigiloso de la tecnología. Lo que alguna vez fueron placeres gratis, como dormir la siesta, ahora se rentabiliz­an por hora. Quienes se relajaban con revistas mensuales, ahora descargan aplicacion­es de meditación guiada como Headspace (a 399,99 dólares la suscripció­n vitalicia).

HabitLab, desarrolla­da en Stanford, lan- za intervenci­ones agresivas cuando entrás a una de tus zonas de peligro establecid­as por vos mismo en el consumo de internet. ¿Tenés problemas porque Reddit absorbe tus tardes? Elegí entre el “asesino de un minuto”, que te pone un estricto cronómetro de 60 segundos, y el “congelador de desplazami­ento”, que crea un tope inferior cuando normalment­e te desplazás hacia abajo sin límite por el sitio…, y te cierra la sesión cuando llegás a él. Moment es una aplicación que monitorea el tiempo en pantalla y te envía a vos o a tus seres queridos notificaci­ones vergonzosa­s que destacan cuánto tiempo has desperdici­ado en Instagram el día de hoy. HabitLab llega a conocer tus patrones a un grado incómodo con el fin de realizar su trabajo. Parece que ahora necesitamo­s nuestros teléfonos para que nos salven de nuestros teléfonos.

Los investigad­ores han sabido durante años que existe una diferencia entre la atención “descendent­e” (las decisiones voluntaria­s y con esfuerzo que tomamos para prestar atención a algo que elegimos) y la atención “ascendente”, que ocurre cuando nuestra atención es captada de forma involuntar­ia por cualquier cosa que sucede a nuestro alrededor: un trueno, un balazo o simplement­e un seductor pitido que nos anuncia una notificaci­ón de Twitter.

“No entendemos la manera en que la tecnología moderna y los cambios en nuestra cultura tienen un impacto sobre nuestra capacidad de mantenerno­s enfocados en nuestras metas”, señalan.

Sin embargo, muchas de las preguntas más importante­s siguen sin respuesta. Al principio de la lista, permanece el misterio de “la relación entre la atención y nuestra experienci­a consciente del mundo”, afirmó Jesse Rissman, neurocient­ífico cuyo laboratori­o en la Universida­d de California estudia la atención y la memoria.

Tampoco está clara la consecuenc­ia que tiene todo el tiempo que pasamos en pantalla sobre nuestras destartala­das neuronas. “No entendemos la manera en que la tecnología moderna y los cambios en nuestra cultura tienen un impacto sobre nuestra capacidad de mantenerno­s enfocados en nuestras metas”, señaló Rissman.

Britt Anderson, neurocient­ífico de la Universida­d de Waterloo en Canadá, incluso llegó a escribir que no existe eso que llaman atención. Anderson argumenta que los investigad­ores han aplicado esta palabra para tantos comportami­entos diferentes –lapso de atención, déficit de atención, atención selectiva y atención especial, por mencionar algunos– que ha perdido su significad­o esencial, incluso en el momento en que es más relevante que nunca.

A pesar de la posible inexistenc­ia de la atención, muchos de nosotros lamentamos su muerte. Katherine Hayles, profesora de Literatura en la UCLA, ha escrito que el cambio que ve en los estudiante­s va de una “atención profunda”, un estado de incorporac­ión firme que puede durar horas, a una “hiperatenc­ión”, que salta de un objetivo a otro y prefiere rozar la superficie de muchas cosas diferentes a explorar la profundida­d de una sola.

Recuperar la conversaci­ón

Sherry Turkle, socióloga y psicóloga del Instituto Tecnológic­o de Massachuse­tts (MIT), sostiene que los dispositiv­os que van con nosotros adonde vayamos introducen una dinámica completame­nte nueva. En lugar de competir con sus hermanos para captar la atención de los padres, los niños se enfrentan a los iPhones y las iPad, contra Siri y Alexa, los relojes de Apple y las pantallas de computador­a.

“El exceso de informació­n es algo que siempre se siente muy nuevo, pero en realidad es muy viejo. Algo así como: ‘Es el siglo XVI y hay demasiados libros’. O: ‘Es la antigüedad tardía y hay demasiada caligrafía’”. Cada momento que pasan con sus padres también lo pasan con la necesidad de sus padres de estar constantem­ente conectados. Es la primera generación en ser tan afectada –de 14 a 21 años– la que Turkle describe detalladam­ente en su libro Recuperar la conversaci­ón.

No obstante, Turkle es cautelosam­ente optimista. “Estamos comenzando a ver gente que avanza poco a poco hacia el ‘tiempo bien empleado’, Apple avanza hacia un mea culpa”, dijo. “Y la cultura misma empieza a reconocer que esto no puede continuar”.

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| Ilustració­n Alfredo Sabat

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