LA NACION

Monte adentro. Una infancia marcada por el hambre y el miedo a la muerte

Yisela Martínez, de 14 años, vive en el Lote 48, es wichi, tiene Chagas y sueña con ser maestra; su familia come una vez por día

- Micaela Urdinez

MIRAFLORES, Chaco.– “No tenemos nada, ni harina ni azúcar. Hoy no almorzamos”, dice Yisela Martínez. Una adolescent­e flaquita de 14 años, en el paraje Lote 48, en el corazón de El Impenetrab­le. Ya son las tres de la tarde y lo único que ella y su familia tomaron por la mañana fue un poco de mate.

Es sábado y los fines de semana son los días más complicado­s porque no almuerza en la escuela. Y hay que aguantar. “Mi abuela se fue a buscar alimentos a Miraflores para comer a la noche”, explica con gotas de calor en los cachetes.

El Lote 48 es una comunidad wichi en la que un puñado de familias se fue instalando en los claros del monte. Hay 40 grados y toda la familia se resguarda del sol en la sombra que da una de las paredes de su casa.

Muchas de las etnias aborígenes están luchando por tener títulos de propiedad comunitari­a para así no tener que relocaliza­rse.

En relación con los derechos de las comunidade­s indígenas, Roberto Acosta, ministro de Desarrollo Social de Chaco, cuenta: “Se está trabajando en la titulariza­ción de la tierra y en dividir las hectáreas en las diferentes etnias, respetando su cultura y su historia. La escuela es bilingüe y se les enseña en su propio idioma. Y siempre hay un traductor en cada hospital y en los registros civiles”. Las familias visitadas y los especialis­tas consultado­s disienten y advierten que la exclusión que sufren estas comunidade­s aún es enorme.

Desde que nació, a Yisela la cuida su abuela, algo muy común en las familias de la zona. Tienen una casa de material en la que se amontonan con su tío y sus primos. Su mamá vive en un container de chapa, ubicado a 20 metros, junto con su nueva pareja.

Su hermano Daniel tiene 20 años, recién está terminando la secundaria y su sueño es poder estudiar para ser maestro bilingüe en la ciudad de Castelli.

“No tengo papá”, dice Yisela y cualquiera podría entender que eso significa que falleció. Pero no. Hace muchos años que dejó a su mamá por otra mujer y nunca volvió a aparecer.

Yisela tiene unas calzas azules largas (a pesar de las altas temperatur­as, ninguna mujer usa pantalones cortos en la zona), una remera negra y el pelo revuelto por el viento.

Mientras habla y gesticula, en sus dos muñecas bailan decenas de pulseras de colores: “Necesito una cama porque estamos durmiendo en un colchón en el piso con mi abuela. Tampoco tenemos sillas. Nos sentamos arriba de los bidones de agua”, explica.

La casa es de material, pero está bastante deteriorad­a. El ambiente que funciona como habitación de Yisela también es utilizado como cocina. Algunas ollas se mezclan en un estante junto a la ropa. Apostar a la educación

No tienen luz ni agua ni baño. Y están acostumbra­dos a eso. “Usamos el monte”, agrega Yisela, que está en 6º grado de una escuela de la que no sabe el nombre y a la que va caminando o en moto.

“Se llama escuela”, explica con vergüenza y agrega: “Empecé desde el jardín. Me gustan las letras y los números. Cuando sea grande quiero ser maestra”. La escuela es la E.E.P. Nº 961, ubicada cerca del paraje Central Norte y es bilingüe.

Su mamá, Norma Martínez, pide ayuda para que sus hijos puedan romper con la exclusión a la que los condena el monte: “Yo siempre les aconsejo que sigan estudiando para que algún día puedan ser docentes y estar mejor que nosotros. Para eso necesitan útiles y también calzado. Daniel tiene una madrina que lo va a ayudar para que pueda ir al terciario a partir del año que viene. Ojalá lo pueda terminar”.

Norma no sabe cuántos años tiene, pero sí que nació en 1980. No puede hacer la cuenta para calcular que son 38. Vive junto a su nueva pareja, que trabaja cortando ladrillos, en un container de chapa. “Es un horno este lugar. Necesito que me den una casa porque cuando hace mucho calor no se puede dormir acá”, explica.

Es artesana y vende sus carteras y mochilas para comprar lo que necesita. También le enseña a su hija a hacer cosas con yuca. No cobra la Asignación Universal por Hijo porque “no entiende mucho de eso. Es mucho papeleo y después no te dan nada”.

Tampoco queda claro si están documentad­os. “Dejé los papeles completos en la municipali­dad y alguien se los robó”, dice Norma. Las limitacion­es idiomática­s y culturales hacen que los trámites, por lo general, nunca lleguen a su fin.

“Acá no hay trabajo formal. Las mujeres trabajan en la casa y los hombres hacen changas, como leñadores o como granjeros. Como no entienden mucho el idioen ma, tampoco tienen mucho poder de negociació­n”, cuenta Alejandro Montagne, presidente de la Fundación S.O.S. Aborigen.

Esta institució­n brinda ayuda social, sanitaria, educativa y laboral a varios parajes de El Impenetrab­le. Sobre la situación de Yisela y su comunidad, Montagne dice: “Estamos en el Lote 44, rodeados de comunidade­s aborígenes. Acá las familias sobreviven, más que viven. Viven porque respiran. Pero sobreviven porque tienen que caminar a buscar el agua o la leña para cocinar, o porque cuando sus hijos tienen fiebre quizá se tienen que enfrentar a una sentencia de muerte”. El Chagas, una epidemia

Todos en la familia de Yisela tienen el mal de Chagas, pero ninguno toma la medicación. Hasta hace unos años vivían en un rancho de barro y techo de paja rodeados de vinchucas. “Yisela no quiere tomar las pastillas. No me hace caso. Creo que son vitaminas”, dice Norma.

Acosta reconoce que muchas personas han empezado a tenerle miedo al tratamient­o contra el mal de Chagas por los efectos adversos que les genera la medicación, pero que ellos están intentando cambiar ese paradigma. “En cada hospital trabajamos con psicólogos para preparar a la gente, porque las diferentes medicacion­es producen trastornos y eso se comunica. Es una cuestión de informació­n colectiva”.

No está del todo segura, pero Norma cree que los dos hijos que perdió tenían problemas cardíacos, segurament­e vinculados al Chagas. Cuando los pudo llevar al hospital a hacerse ver, ya era muy tarde. “No había cura y se murieron”, dice con tristeza en los ojos. Es que en estas zonas la salud es una utopía para muchos. Norma dio a luz a sus hijos en el monte. “Allá la tuve a Yisela”, señala, apuntando a unos arbustos. Y agrega: “Por suerte salió todo bien”.

Yisela camina hasta la represa casi seca que está a unos metros de su casa, acompañada por sus primos Néstor (5) y Alejandro (6). “Estamos jugando y bañándonos con los chicos porque hace mucho calor. Tiene poca agua. Los animales, las chivas, los chanchitos y los perros toman agua de acá”, cuenta la adolescent­e.

En su casa, ella es una de las encargadas de ir todos los días a otra represa que queda a varios kilómetros. Va caminando con algún otro miembro de su familia, con bidones en la mano, y tardan cerca de tres horas en ir y volver.

En los pocos ratos de juego, corre, tira piedras con sus primos en la laguna o juegan al fútbol con una pelota de trapo, hecha con medias. “La vida acá es linda. Siempre cuidamos a los animales que tenemos. A la tarde los vamos a buscar con mi tío Fermín”, dice Yisela.

Como no tienen luz, por las noches se arreglan con linternas o velas. Algunas tardes, su mamá le enseña a hacer artesanías con yuca. “Se saca del monte. Nos vamos lejos caminando a buscarla con los perros. También buscamos carpinchos y tatús con mi hermano para comer”, agrega.

El tatú es su comida preferida y casi la única que tiene. “Siempre comemos eso. Le rompemos la cabeza, le cortamos las patitas y lo ponemos al fuego”, explica Yisela.

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Fotos: micaela urdinez y diego osidacz Desde que nació, a Yisela la cuida su abuela; duermen juntas en un colchón tirado en el piso
 ??  ?? Norma, su mamá, se dedica a vender artesanías de yuca
Norma, su mamá, se dedica a vender artesanías de yuca
 ??  ?? La casa es de material, pero no tiene ni luz ni agua ni baño
La casa es de material, pero no tiene ni luz ni agua ni baño
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Yisela carga agua de una laguna también usada por animales

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