De la pelea por la supremacía hacia un diálogo racional
El mundo nos propone a diario episodios cada vez más inverosímiles. Casi han desaparecido las diferencias entre los líderes de las democracias más avanzadas y los de lo que hasta no hace mucho considerábamos republiquetas bananeras. Acontecimientos y narrativas de lo más extravagantes caracterizan una agenda global en la que, apenas dos semanas antes de que seamos anfitriones de la cumbre del G-20, surgen cada tanto algunas noticias alentadoras. Una de ellas es que hay indicios de que el conflicto comercial entre EE.UU. y China podría encauzarse y derivar en una eventual negociación.
Para analizar esta clase de novedades, nada mejor que recurrir a los clásicos. Como Henry Kissinger. Fue y sigue siendo un personaje controversial, pero es uno de los arquitectos del (des)orden global de posguerra y un profundo conocedor no solo de China, sino de las relaciones bilaterales con EE.UU. Como secretario de Estado durante las presidencias de Richard Nixon y Gerald Ford, en la década del 70, jugó un papel clave en el deshielo de las relaciones entre ambos países. En 1971, hizo una visita secreta al gigante asiático a través de Paquistán, cumpliendo a lo largo de su travesía con todos los clichés de una novela de espionaje, para negociar los detalles de la histórica visita que hizo Nixon el año siguiente.
Desde entonces, sus más de cuatro décadas de experiencia con los líderes chinos lo posicionan de manera única como el occidental que mejor entiende su cultura de liderazgo y como la persona más idónea para ofrecer un panorama sobre cómo manejar las relaciones, siempre sensibles, entre Pekín y Washington. Kissinger conoce en detalle las múltiples dimensiones del desarrollo histórico chino desde la revolución de 1949 hasta el presente, incluyendo aspectos geopolíticos, económicos y sociales.
Antes que la mayoría de los especialistas, advirtió que cada generación de líderes chinos refleja la misión y las condiciones de su época. Mao consolidó la unidad nacional y buscó una alianza estratégica con EE.UU. manteniendo su aislamiento respecto del mundo exterior. Deng Xiaoping fue reformador: abrió el país y lo integró a una economía capitalista que iniciaba una nueva ola de globalización. Jiang Zemin, en el contexto poscrisis de Tiananmén, reinsertó a su país en el sistema internacional. Hu Jintao profundizó ese proceso y aceleró los grandes cambios económicos y sociodemográficos. Los resultados han sido asombrosos. Ahora, Xi Jinping, actual primer mandatario, tiene por delante un desafío doble: administrar en simultáneo las consecuencias y tensiones de esas profundas transformaciones internas y proyectar/consolidar el nuevo liderazgo chino a escala global. Es inevitable que esto produzca tensiones con la hasta ahora principal potencial global, uno de cuyos capítulos más relevantes es la guerra comercial.
En el New Economy Forum organizado hace días por Bloomberg en Singapur, Kissinger advirtió que China y EE.UU. deben mantener el conflicto bajo control. De lo contrario, se corre el riesgo de profundizar los desequilibrios existentes, con consecuencias desastrosas para todo el sistema internacional. Optimista, consideró que el consenso es deseable y también posible. Para que eso ocurriera, ambas partes tendrían que ceder. China debe hacer gala de la paciencia oriental para que el cambio en el balance de poder sea gradual, permitiendo un reacomodamiento progresivo del tablero global. Y EE.UU. debe entender que no todos los conflictos o incluso las crisis (incluyendo las de alcance territorial) son resultado de una competencia por el poder.
En un intercambio de palabras con Wang Quishan, vicepresidente chino, Kissinger enfatizó que la existencia de desacuerdos no necesariamente implica una falta de entendimiento. Comprender esto, dijo, es clave en un momento de incertidumbre y turbulencia como el que se vive en la actualidad. Como si fuera un especialista en terapias de pareja, manifestó que es esencial que China y EE.UU. puedan explicarse mutuamente cuáles son los objetivos que cada país pretende alcanzar, las concesiones que están dispuestos a hacer y qué espera cada uno del otro. Quishan envió una señal a Washington a través de la conversación con el “anciano hombre sabio” (Kissinger ya pasó los 95 años): Pekín quiere establecer un diálogo de alto nivel con Washington y existe una gran disposición para colaborar y resolver la guerra comercial. El gesto de los líderes chinos, oportuno y positivo, tuvo también un gran timing: fue expresado poco antes del G-20, que puede servir para un entendimiento tal vez histórico entre las partes.
Hasta ahora, sin embargo, la visión predominante en el gobierno norteamericano es que China no es un competidor, sino un rival crecientemente riesgoso al que hay que contener. Los halcones obsesionados por las cuestiones de seguridad están ganando la batalla. Interpretan el ascenso chino como una pérdida de poder norteamericano. De hecho, las tensiones en aspectos de seguridad durante las últimas semanas han aumentado a tal punto que Trump y el vicepresidente Mike Pence acusaron al gigante asiático de interferir en la política interna de EE.UU. Además, hay un cambio de actitud con respecto a China en el marco de la comunidad de negocios, frustrada por la falta de acceso al mercado y la violación de la propiedad intelectual. A pesar de no estar de acuerdo con los aranceles punitivos de Trump, tanto el empresariado como los estamentos militares esperan una política de endurecimiento con Pekín. Parece haber un cambio en la relación bilateral más importante del mundo. El vínculo comercial, fuente de riqueza y estabilidad, pasó de ser complementario a competitivo y aun conflictivo, en especial en lo concerniente a tecnologías emergentes. En este clima de declaraciones cada vez más agresivas, Kissin- ger convocó a bajar los decibeles.
Luego de meses marcados por esa retórica combativa, Trump y Xi Jinping se verán pronto las caras en Buenos Aires. Para la Argentina, en su carácter de país anfitrión de la cumbre del G-20, representa una oportunidad para que Macri y su política exterior se muestren realistas y prudentes: las probabilidades de que los resultados sean limitados no son menores. Puede ser, sin embargo, un primer paso que se continúe con posteriores rondas de negociaciones.
La Argentina puede aprender del pragmatismo realista de Kissinger alentando un pensamiento estratégico para evaluar las tendencias globales emergentes, analizar y anticipar los riesgos relacionados con los cambios que atraviesa el sistema internacional y mejorar la calidad de su acción en el mundo. En ese contexto, el objetivo planteado desde la Casa Rosada de ser un negociador honesto ha evitado la tradicional sobreactuación que tantas veces en la historia llevó a nuestro país a cometer costosos errores. Incluso antes de iniciar la cumbre, esta actitud de anfitrión humilde ya rindió sus frutos: los temas planteados ingresaron a la agenda y el proceso de trabajo no fue conflictivo aun cuando las potencias insisten en mantenerse en alta tensión. De paso, el concepto de encontrar puntos comunes para negociar, ceder y alcanzar consensos fundamentales podría sin duda aplicarse a la arena doméstica. Como con tanto éxito se hizo estas semanas para aprobar el presupuesto, pero con objetivos y horizontes muchísimo más ambiciosos.
Los halcones obsesionados por las cuestiones de seguridad están ganando la batalla