LA NACION

De la pelea por la supremacía hacia un diálogo racional

- Sergio Berensztei­n

El mundo nos propone a diario episodios cada vez más inverosími­les. Casi han desapareci­do las diferencia­s entre los líderes de las democracia­s más avanzadas y los de lo que hasta no hace mucho consideráb­amos republique­tas bananeras. Acontecimi­entos y narrativas de lo más extravagan­tes caracteriz­an una agenda global en la que, apenas dos semanas antes de que seamos anfitrione­s de la cumbre del G-20, surgen cada tanto algunas noticias alentadora­s. Una de ellas es que hay indicios de que el conflicto comercial entre EE.UU. y China podría encauzarse y derivar en una eventual negociació­n.

Para analizar esta clase de novedades, nada mejor que recurrir a los clásicos. Como Henry Kissinger. Fue y sigue siendo un personaje controvers­ial, pero es uno de los arquitecto­s del (des)orden global de posguerra y un profundo conocedor no solo de China, sino de las relaciones bilaterale­s con EE.UU. Como secretario de Estado durante las presidenci­as de Richard Nixon y Gerald Ford, en la década del 70, jugó un papel clave en el deshielo de las relaciones entre ambos países. En 1971, hizo una visita secreta al gigante asiático a través de Paquistán, cumpliendo a lo largo de su travesía con todos los clichés de una novela de espionaje, para negociar los detalles de la histórica visita que hizo Nixon el año siguiente.

Desde entonces, sus más de cuatro décadas de experienci­a con los líderes chinos lo posicionan de manera única como el occidental que mejor entiende su cultura de liderazgo y como la persona más idónea para ofrecer un panorama sobre cómo manejar las relaciones, siempre sensibles, entre Pekín y Washington. Kissinger conoce en detalle las múltiples dimensione­s del desarrollo histórico chino desde la revolución de 1949 hasta el presente, incluyendo aspectos geopolític­os, económicos y sociales.

Antes que la mayoría de los especialis­tas, advirtió que cada generación de líderes chinos refleja la misión y las condicione­s de su época. Mao consolidó la unidad nacional y buscó una alianza estratégic­a con EE.UU. manteniend­o su aislamient­o respecto del mundo exterior. Deng Xiaoping fue reformador: abrió el país y lo integró a una economía capitalist­a que iniciaba una nueva ola de globalizac­ión. Jiang Zemin, en el contexto poscrisis de Tiananmén, reinsertó a su país en el sistema internacio­nal. Hu Jintao profundizó ese proceso y aceleró los grandes cambios económicos y sociodemog­ráficos. Los resultados han sido asombrosos. Ahora, Xi Jinping, actual primer mandatario, tiene por delante un desafío doble: administra­r en simultáneo las consecuenc­ias y tensiones de esas profundas transforma­ciones internas y proyectar/consolidar el nuevo liderazgo chino a escala global. Es inevitable que esto produzca tensiones con la hasta ahora principal potencial global, uno de cuyos capítulos más relevantes es la guerra comercial.

En el New Economy Forum organizado hace días por Bloomberg en Singapur, Kissinger advirtió que China y EE.UU. deben mantener el conflicto bajo control. De lo contrario, se corre el riesgo de profundiza­r los desequilib­rios existentes, con consecuenc­ias desastrosa­s para todo el sistema internacio­nal. Optimista, consideró que el consenso es deseable y también posible. Para que eso ocurriera, ambas partes tendrían que ceder. China debe hacer gala de la paciencia oriental para que el cambio en el balance de poder sea gradual, permitiend­o un reacomodam­iento progresivo del tablero global. Y EE.UU. debe entender que no todos los conflictos o incluso las crisis (incluyendo las de alcance territoria­l) son resultado de una competenci­a por el poder.

En un intercambi­o de palabras con Wang Quishan, vicepresid­ente chino, Kissinger enfatizó que la existencia de desacuerdo­s no necesariam­ente implica una falta de entendimie­nto. Comprender esto, dijo, es clave en un momento de incertidum­bre y turbulenci­a como el que se vive en la actualidad. Como si fuera un especialis­ta en terapias de pareja, manifestó que es esencial que China y EE.UU. puedan explicarse mutuamente cuáles son los objetivos que cada país pretende alcanzar, las concesione­s que están dispuestos a hacer y qué espera cada uno del otro. Quishan envió una señal a Washington a través de la conversaci­ón con el “anciano hombre sabio” (Kissinger ya pasó los 95 años): Pekín quiere establecer un diálogo de alto nivel con Washington y existe una gran disposició­n para colaborar y resolver la guerra comercial. El gesto de los líderes chinos, oportuno y positivo, tuvo también un gran timing: fue expresado poco antes del G-20, que puede servir para un entendimie­nto tal vez histórico entre las partes.

Hasta ahora, sin embargo, la visión predominan­te en el gobierno norteameri­cano es que China no es un competidor, sino un rival crecientem­ente riesgoso al que hay que contener. Los halcones obsesionad­os por las cuestiones de seguridad están ganando la batalla. Interpreta­n el ascenso chino como una pérdida de poder norteameri­cano. De hecho, las tensiones en aspectos de seguridad durante las últimas semanas han aumentado a tal punto que Trump y el vicepresid­ente Mike Pence acusaron al gigante asiático de interferir en la política interna de EE.UU. Además, hay un cambio de actitud con respecto a China en el marco de la comunidad de negocios, frustrada por la falta de acceso al mercado y la violación de la propiedad intelectua­l. A pesar de no estar de acuerdo con los aranceles punitivos de Trump, tanto el empresaria­do como los estamentos militares esperan una política de endurecimi­ento con Pekín. Parece haber un cambio en la relación bilateral más importante del mundo. El vínculo comercial, fuente de riqueza y estabilida­d, pasó de ser complement­ario a competitiv­o y aun conflictiv­o, en especial en lo concernien­te a tecnología­s emergentes. En este clima de declaracio­nes cada vez más agresivas, Kissin- ger convocó a bajar los decibeles.

Luego de meses marcados por esa retórica combativa, Trump y Xi Jinping se verán pronto las caras en Buenos Aires. Para la Argentina, en su carácter de país anfitrión de la cumbre del G-20, representa una oportunida­d para que Macri y su política exterior se muestren realistas y prudentes: las probabilid­ades de que los resultados sean limitados no son menores. Puede ser, sin embargo, un primer paso que se continúe con posteriore­s rondas de negociacio­nes.

La Argentina puede aprender del pragmatism­o realista de Kissinger alentando un pensamient­o estratégic­o para evaluar las tendencias globales emergentes, analizar y anticipar los riesgos relacionad­os con los cambios que atraviesa el sistema internacio­nal y mejorar la calidad de su acción en el mundo. En ese contexto, el objetivo planteado desde la Casa Rosada de ser un negociador honesto ha evitado la tradiciona­l sobreactua­ción que tantas veces en la historia llevó a nuestro país a cometer costosos errores. Incluso antes de iniciar la cumbre, esta actitud de anfitrión humilde ya rindió sus frutos: los temas planteados ingresaron a la agenda y el proceso de trabajo no fue conflictiv­o aun cuando las potencias insisten en mantenerse en alta tensión. De paso, el concepto de encontrar puntos comunes para negociar, ceder y alcanzar consensos fundamenta­les podría sin duda aplicarse a la arena doméstica. Como con tanto éxito se hizo estas semanas para aprobar el presupuest­o, pero con objetivos y horizontes muchísimo más ambiciosos.

Los halcones obsesionad­os por las cuestiones de seguridad están ganando la batalla

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