Nuevas perversiones para callar al periodismo
No es la noticia del día y menos aún una novedad: al poder lo perturba el periodismo independiente. Se trata de un fenómeno universal e histórico: los que creen que todo lo pueden –por dinero, seducción o fuerza– nunca concibieron ni admitieron que se los cuestione, con las herramientas de la palabra oral, la escritura o la imagen. Si su capacidad de disposición les permite alcanzar lo que deseen, hasta los caprichos más descabellados, ¿cómo aceptar que unas mujeres o unos hombres, por lo general sencillos y comunes, descubran sus bajezas, negocios sucios, prepotencias y maltratos? En realidad, el conflicto del poder con la prensa deriva de una lucha crucial para la sociedad: aquella que se libra para determinar los contenidos de la esfera pública, lo que usualmente se llama “la agenda”. Las elites –bajo distintas configuraciones– siempre buscaron manejar ese ámbito. Pretendieron ejercer el monopolio acerca de lo que debía publicarse y ocultarse. Las reglas de la democracia libe- ral las obligaron a compartir la construcción de la agenda con los medios y aceptar las consecuencias. Pero hoy, el retroceso mundial de las libertades y garantías democráticas vuelve a convertir al periodismo en una profesión peligrosa.
Sin embargo, el hostigamiento no se repite del mismo modo. En la actualidad, la cuestión se ha tornado más compleja y perversa de lo que podía imaginarse. El reconocido periodista británico Guideon Rachman escribió esta semana una columna en el Financial Times, titulada “Donald Trump y el asalto global a la libertad de prensa”, en la que ofrece un reporte verídico (y sombrío) del nuevo rostro de la persecución al periodismo. Su argumento es sencillo y contundente: cuando el presidente de EE.UU. llama a los periodistas “enemigos del pueblo”, envalentona a los dictadores. Es decir, los legitima para sostener lo mismo, sin que le importen las consecuencias. Rachman fija con claridad la diferencia entre democracia y dictadura, cuando escribe, rememorando el testimonio de sus pares turcos: “Conversar con mis colegas de Turquía fue aleccionador. Trabajar como columnista para un diario occidental es agradable y prestigioso. Si escribo una columna que enoja a un ministro de gobierno, lo peor que puede pasar es que reciba un llamado telefónico de un jefe de prensa o que no me inviten al brindis de Navidad. Pero cuando los reporteros turcos escriben columnas polémicas ponen en riesgo su libertad”.
El argumento de Rachman es similar al que utiliza la Sociedad Interamericana de Prensa, cuya conclusión reciente, citada por Andrés Oppenheimer en este diario, es que la retórica sin precedentes de Donald Trump contra la prensa “se está extendiendo más allá de las fronteras de EE.UU. y está creando un ambiente más peligroso para los periodistas en el extranjero”. Las estadísticas son dramáticas: 29 periodistas fueron asesinados en la región durante 2018. No está mejor el mundo, que en 2017 alcanzó el récord de periodistas encarcelados. Esta tragedia llegó a la democrática Europa donde en los últimos dos años fueron asesinados dos periodistas de investigación: la maltesa Daphne Caruana Galizia y el eslovaco Jan Kuciak. Y mejor no hablar de Rusia. Pero todo lo anterior empalidece ante el crimen del columnista de The Washington Post Jamal Khashoggi, descuartizado en el consulado saudita en Estambul. Observando este panorama desolador, un periodista turco le confiesa a Rachman: “Cosas que antes eran consideradas imposibles, ahora suceden todos los días”.
La novedad de estas persecuciones es su naturaleza perversa, no siempre advertida. En primer lugar, los líderes que atacan la libertad de opinión acceden al gobierno por métodos democráticos, para luego quebrantar las garantías constitucionales alegando que perjudican al pueblo. En segundo lugar, el acoso a la prensa viene dentro de un combo, que contiene además la discriminación de los inmigrantes y el gatillo fácil. La licencia para matar ciudadanos negros, que detenta la policía del sur de EE.UU., debe leerse junto con los muros que se elevan para impedir las migraciones, y el desprecio a los periodistas que osan criticar al poder. Hitler, el inspirador, fue un depredador sistémico: judíos, gitanos, homosexuales, artistas y reporteros cayeron bajo sus garras.
La Argentina felizmente está lejos de esas aberraciones. La violencia contra periodistas es una excepción y los columnistas pueden decir lo mismo que Rachman: lo peor que puede ocurrirles es que el gobierno de turno los reprenda por teléfono (sigue sucediendo, así en el macrismo como en el kirchnerismo). Pero no hay que dormirse en los laureles: en el siglo XXI el país de la libertad engendró un déspota que tiene muchos imitadores. Como el intendente fronterizo (en sentido geográfico y psicológico) que esta semana convocó, con palabras soeces, a agredir sexualmente a una periodista que lo investiga.
No desechemos, por exóticos, a estos psicópatas de burdel. Podrían ser el huevo de nuestra propia serpiente.,