Ni yanquis ni maoístas
Creo que yo debería estar”. Algunos no tienen problema en abandonar por un momento la dignidad. Otros mandan a sus lobbistas. Pero casi ningún empresario argentino quiere perderse la gala del viernes 30 en el Teatro Colón, que será el gran encuentro del G-20, el selecto grupo de naciones que representan el 85% del PBI global y que la Argentina integra desde los inicios, el 25 de septiembre de 1999, al cabo de la presidencia de Carlos Menem. Países gravitantes en el concierto internacional como España, Colombia o Chile no lo integran, y eso exalta la condición no solo de miembro, sino también de anfitrión: será la reunión multilateral más importante de la historia argentina. “Creo yo que debería estar”, proponen los hombres de negocios en gestiones con funcionarios del Gobierno que contestan amablemente que la plaza es reducida y, después, ya con el teléfono apagado, se preguntan el uno al otro con ironía: “¿En calidad de qué?”. No entrarán más de 100.
El G-20 es en realidad un encuentro de Estados. Que tendrá en Buenos Aires una particularidad coyuntural: será sede de un apretón de manos largamente esperado, el de Donald Trump y Xi Jinping, presidentes de Estados Unidos y China, dos potencias ya decididas a disputarse la hegemonía del planeta. Para los empresarios será la oportunidad de interactuar con 20 líderes de primer nivel en una sola jornada. Entre ellos, Vladimir Putin, Angela Merkel, Emmanuel Macron y Theresa May. Macri se ha propuesto ser el nexo de estos contactos, rol que los EXCEO de su administración –probablemente los últimos que quedan de una experiencia que, por motivos múltiples, hará volver a muchos de ellos para siempre al sector privado– prefieren nominar en inglés: honest broker. Algo así como un mediador de buena fe. Un lugar que parece además una metáfora del destino que, si persiste en el rumbo actual, la Argentina podría tener en los próximos años: deberá hacer equilibrio entre China y Estados Unidos. “Ni yanquis ni maoístas”, podrían cantar ahora los partidarios de la tercera posición.
Macri viene recibiendo de Trump un respaldo sin precedente en la relación bisemana lateral. Diplomáticos argentinos han advertido incluso cierto mea culpa de parte de un país que, en un momento muy distinto, se mantuvo distante durante la crisis de 2001. Es una revisión tardía, que se sustenta en lo que pasó después en la región. La Cancillería de esos días, encabezada por Adalberto Rodríguez Giavarini, recibió entonces las disculpas de funcionarios como Condoleezza Rice, consejera de Seguridad Nacional, y Colin Powell, secretario de Estado, sobre las urgencias a las que el atentado del 11 de septiembre obligaba a la administración Bush: no había entonces nada más importante que derrotar al terrorismo, y ese orden de prioridades se limitó a proteger a Brasil de un posible contagio de la Argentina. Se estaba demasiado lejos para imaginar un efecto que los republicanos analizan hoy: aquella implosión terminó influyendo culturalmente en la región y, como consecuencia, facilitó el avance de populismos que socavaron la credibilidad norteamericana en toda América Latina. Es cierto que era un momento excepcional de la geopolítica: el 11 de septiembre le hizo a Bush desviar la atención de la gran potencia incipiente, China, que aprovechó aquella distracción para expandirse en silencio y destronar en 2011 a Japón del lugar que había ocupado durante 42 años: el de segunda economía del mundo.
El desafío de Trump diverge también del de sus antecesores de la Guerra Fría, cuando había que disuadir a Occidente de interactuar con la Unión Soviética: China se consolidó como socio comercial atractivo e irreemplazable. Así, además de chocar con los líderes del Partido Comunista asiático en ámbitos sensibles e internos como el de la propiedad intelectual, Estados Unidos ha decidido disputarles terrenos en otras latitudes. Uno de ellos es América Latina, donde sufre una desventaja institucional: por cuestiones de cumplimiento normativo, las empresas norteamericanas rehúsan estar en mercados faltos de transparencia, algo que el capitalismo maoísta asume sin complejos. No es puritanismo lo que lleva a la Casa Blanca a celebrar investigaciones como el Lava Jato o los cuadernos.
Trump llegará a Buenos Aires un día antes del G-20 para tener una reunión con Macri. Desde que habló con él por teléfono aquella fatídica de septiembre en la que, en el peor momento de la corrida cambiaria, cuatro dirigentes afines a Cambiemos rehusaron la invitación de sumarse al Gobierno, el Presidente le está agradecido. Trump fue incluso decisivo ante socios del staff del FMI que, como los europeos, preferían volver a ser rigurosos con la Argentina. Desde la óptica económica, en cambio, la relación comercial parece más fluida con China. Y no solo por la soja. Es probable que Xi, que también estará con Macri, plantee una propuesta que todavía genera discusiones en el Gobierno: una inversión de 9000 millones de dólares para construir una central nuclear cerca de donde hoy se erige Atucha I. ¿La aprobará el FMI? Los impulsores del proyecto dicen que no hay motivos para objetarla: sus inicios están previstos para 2022, dos años después de que venza el acuerdo con el organismo multilateral.
Lo más atractivo que la Argentina puede entonces ofrecer en la relación con Estados Unidos es liderazgo regional y colaboración en la lucha contra el narcotráfico. Son objetivos políticos. Diplomáticos norteamericanos han adelantado aquí que seguirán con atención lo que pase en Brasil después del triunfo de Bolsonaro, a quien le valoran lo que suponen será su rumbo económico, aunque con algunas reservas: ¿hasta dónde puede influir allí la otra cara del presidente electo, la nacionalista? Brasil tiene con la Casa Blanca una historia reciente de ambigüedades, signada por visitas en las que Lula se mostraba como un aliado en Washington y, al mismo tiempo, a su regreso, se abrazaba a los Kirchner, Correa, Chávez o Evo Morales. Bolsonaro acaba de informar a su entorno que su política exterior volverá a quedar en manos del Palacio de Itamaraty, ámbito que suele moverse con una lógica propia. Y hace décadas que el ejército brasileño se entrena con una hipótesis de conflicto, que es la invasión norteamericana del Amazonas. No será tan fácil, por lo tanto, conciliar en el largo plazo esos dos destinos expansionistas.
Macri parece en cambio tener una mayor afinidad ideológica. Ahí reside su afán por consolidar para la Argentina un rol que, si no cambia drásticamente el rumbo, podría extenderse varios años. Es entendible que empresarios hastiados de populismo se agolpen para ser testigos de ese primer ensayo.