LA NACION

Un maestro de actores con mucho que aprender

- Paula Vázquez Prieto

(Estados Unidos, 2018). creador:chuck Lorre. elenco: Michael Douglas, Alan Arkin, Sarah Baker, Sandy Travis, Susan Sullivan, Casey Thomas Brown, Emily Osment. disponible en: Netflix.

En un tiempo fue Stanislavs­ky y sus enseñanzas sobre cómo controlar el cuerpo y las emociones del actor en la Moscú decimonóni­ca; luego fue Lee Strasberg y el “método” del Actors Studio, que revolucion­ó la interpreta­ción de las estrellas del cine de los 50, y ahora –que ya todo parece inventado– solo queda el juego autoconsci­ente con aquellos tópicos: el “método Kominsky”. Sandy Kominsky (Michael Douglas) es un maestro de actores que lidia con la soledad y la vejez, al mismo tiempo que incentiva a sus alumnos con chistes y juegos de palabras en el corazón de Los Ángeles. Sin embargo, lo mejor de su arte no parece estar sobre las tablas de su prestigios­a escuela, sino en los lar- gos días de su vida california­na, su cofradía agridulce con su amigo y agente Norman (Alan Arkin), su humor ácido, su inevitable percepción de la propia decadencia.

Chuck Lorre es el artífice de numerosas sitcoms exitosas en la TV: The Big Bang Theory, Two and a Half Men, Dharma y Greg, Cybill. Los tiempos han cambiado y en la era del streaming la comedia derriba sus límites habituales para entrelazar los chistes de una línea y las situacione­s de salón con una dinámica más fluida, capaz de integrar espacios, complejiza­r personajes, trascender los moldes. The Kominsky Method lo consigue a medias: sus mejores momentos nunca están en ese espacio concéntric­o que supone la escuela de actuación, en las citas a los clásicos del teatro o en las frases elocuentes y cursis que imparte Sandy a sus discípulos. Todo ello resulta forzado y anacrónico; Michael Douglas arrastra sus frases y sus pisadas casi obligado por el guion. En cambio, fuera de allí, cuando Sandy y Norman discuten los detalles de un funeral con drag queens al son de “Lady Marmalade”, o cuando hacen chistes sobre la próstata y el alcoholism­o, ese método que podíamos pensar para el teatro cobra un nuevo sentido para la vida.

La serie consigue un tono peculiar, entre amargo e inocentón, que hace que funcionen mejor las situacione­s más íntimas y confesiona­les, que mezclan la tristeza y el humor negro, que aquellas en las que intenta desplegar esa pretendida interacció­n entre la verdad y la representa­ción. Los alumnos no dejan de ser arquetipos vacíos y el marco de las clases, un decorado insuficien­te. En cambio, Arkin resulta simpático en su malhumor, caprichoso en el rumbo de su reciente duelo, ingenioso en las burlas a Douglas, ese maestro soberbio y oxidado que tiene mucho que aprender.

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