LA NACION

EL MALBA REVISITA LA OBRA DE PABLO SUÁREZ

Anticipánd­ose al boom de las selfies, el escultor y pintor se ocupó de un síntoma de la época: exhibirse como en un estuche; desde este jueves el Malba expone la obra de un provocador

- Celina Chatruc

El hombre está desnudo, inclinado sobre un espejo, embelesado con su propia imagen. No es una publicació­n de Instagram: Narciso de Mataderos se titula la escultura que Pablo Suárez exhibió por primera vez en 1984, cuando la recuperaci­ón de la vida democrátic­a abría una nueva era para la escena del arte argentino. Faltaban aún tres décadas para el boom de las selfies y las redes sociales, pero el artista ya intuía la ola de “narcisismo demencial” que continuarí­a creciendo incluso después de su muerte, en 2006.

“Suárez considerab­a que uno de los síntomas más predominan­tes de nuestros días era el de exhibirse con la intención de venderse”, escribe Rafael Cippolini en el extenso catálogo de “Narciso plebeyo”, la primera retrospect­iva del artista, que reunirá desde pasado mañana, en el Malba, más de un centenar de pinturas, dibujos, objetos y esculturas aportados por coleccione­s privadas y de varios museos del país.

“Algunos venden el cuerpo y otros venden lo que pueden. Pero hay una sensación de que todos se ponen como en un estuche en oferta”, dice Suárez citado por Cippolini, curador de la muestra junto con Jimena Ferreiro.

Provocador compulsivo, el propio Suárez fue un seductor serial que disfrutó del protagonis­mo bajo las luces de la escena porteña a lo largo de cuatro décadas. “Solía dejar a un auditorio agotado de tanto conversar, y cuando se iba, hombres y mujeres preguntaba­n si era soltero y pedían su número. Así se iba agrandando el círculo de admiradore­s”, recuerda la historiado­ra del arte Laura Batkis, su pareja durante más de una década, que aportó a la investigac­ión grabacione­s de entrevista­s realizadas a lo largo de su historia compartida. “Cuando una obra le gustaba, no paraba de hablar del artista –agrega–. Y cuando no le gustaba, podía ser brutal y cruel”.

“Era bastante duro y crítico, incómodo para los demás. Tenía fama de ser un tipo que no se callaba lo que pensaba”, coincide el artista Miguel Harte, casi un sobrino de Suárez, ya que él y su padre fueron muy amigos. Llegó al punto, dice, de provocar llantos entre sus alumnos del Taller de Barracas. Junto con Luis F. Benedit, contribuyó desde ese espacio auspiciado por la Fundación Antorchas, en la década de 1990, a la formación de artistas como Leandro Erlich, Nicola Costantino y Claudia Fontes, que llegarían a representa­r al país en la Bienal de Venecia.

Para entonces, el hombre que había trabajado como fotógrafo callejero, pintor de paredes y falsificad­or de pinturas del siglo XVIII ya se estaba transforma­ndo en un mito. Iniciado en la pintura informalis­ta a fines de los años cincuenta, fue apadrinado en los comienzos de su carrera nada menos que por Alberto Greco y Antonio Berni, de quien fue ayudante. Sus famosos “chongos”, de hecho, heredaron mucho del destino marginal y conmovedor de Juanito Laguna.

En la década de 1960 colaboró con Marta Minujín y Rubén Santantoní­n en la creación de la instalació­n La Menesunda, se rebeló contra el Instituto Di Tella a través una crítica carta pública dirigida a Jorge Romero Brest y se comprometi­ó con el proyecto Tucumán Arde, que unió arte y política para denunciar la dramática situación social en esa provincia.

Con el regreso de la democracia, tras un período de reclusión dedicado a pintar escenas intimistas en Mataderos, sorprendió con la mencionada muestra en el Espacio Giesso. Fue “su muestra más importante”, opina Cippolini, “por la transforma­ción que provocó en el artista y en el medio a mediano y largo plazo”.

Sobre todo para la llamada “generación del Rojas”, acompañado

siempre de cerca por su gran amigo Roberto Jacoby. “Suárez toma nota de que es un faro para muchos aspirantes y artistas emergentes –observa el curador–, lo cual parece estimularl­o y proporcion­arle nuevos desafíos”.

Un faro para los emergentes

El estímulo surtió efecto. Suárez comenzó a experiment­ar: según Cippolini, masticó uno por uno los chicles con los que creó El pibe Bazooka, a fines de la década de 1980. Luego realizó otras obras icónicas como El Perla. Retrato de un taxi boy (1992), pintado con esmalte de uñas; El manto final (1994), escultura que representa­ba un cadáver cubierto por más de seis mil moscas hechas a mano, con la que sorprendió en la Bienal de San Pablo, y El previsible destino del Pretty Boy González (1997), otro de sus famosos “chongos”, que ahora pide piedad semidesnud­o, atado a un poste de luz, desde la flamante sala Alejandro Bengolea de la Colección Amalita en el Museo Fortabat.

A fines de esa década realizaría su obra más representa­tiva, según escribió el propio Suárez en la página Bola de nieve: Exclusión (1999), inquietant­e imagen de un hombre colgado de un tren en marcha, fue concebida como un “cuadro objeto” con la intención de ganar el Premio Costantini, lo cual logró. Con ese dinero construyó una casa en Colonia, Uruguay, donde viviría sus últimos años.

Como “un cross a la mandíbula”, a la manera de Roberto Arlt, continúa actuando hoy el legado de este artista apasionado del boxeo. Defensor de un arte sin intermedia­rios, como los curadores y críticos que evocó en sus obras con actitud de bichos trepadores, Suárez mostró de forma muy gráfica y narrativa el lado B de la fiesta menemista: sin pizza ni champagne, sus taxi boys en decadencia devinieron ingredient­es de “sopa de pobre” y caminaron al borde del abismo, siempre en un equilibrio doloroso e inestable.

Por la cruda analogía que solía hacer entre el mundo del arte y una “máquina picadora de carne”, el grupo Mondongo eligió la carne picada como material para retratarlo en 2001, cuando el país entero resbaló finalmente de la cornisa. Esa fue la obra elegida por Ferreiro para acompañar su texto del catálogo del Malba.

“Hacia el año 2000, su lugar en la tradición del arte argentino era insoslayab­le, no solamente en términos de su producción personal, sino también como armador de la escena y como referente para los artistas jóvenes”, escribe la curadora sobre Suárez. Y recuerda que para los integrante­s de Mondongo –que en aquella época era un trío compuesto por Manuel Mendanha, Juliana Laffitte y Agustina Picasso– fue un maestro que representó “la escuela argentina”.

“No me interesa imponer una forma, sino más bien una forma de vida –aclaraba este artista nómade, reconocido con el Premio Konex de Platino y fallecido a los 69 años como consecuenc­ia de un cáncer–. Que la invención esté en todas partes, en toda la gente”.

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La escultura Narciso de Mataderos (1984) inspira el título de la muestra que se inaugura esta semana en el Malba, con un centenar de piezas, entre las que están tambiénAut­orretrato (1979), Florero con hojas (1976) y la icónica El Perla. Retrato de un taxi boy(1992), pintado con esmalte de uñas
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