LA NACION

La diáspora cultural de Venezuela, un capital del que empiezan a beneficiar­se sus vecinos

Colombia es el país que recibió mayor número de universita­rios y artistas empujados al exilio

- María Gabriela Méndez THE NEW YORK TIMES

BOGOTÁ.– En el inventario de desgracias que ha dejado el gobierno de Nicolás Maduro en Venezuela deberá contabiliz­arse una pérdida irremediab­le: las crisis económica y política de la revolución bolivarian­a han provocado una diáspora de tres millones de expatriado­s, que ha dejado hipotecado el futuro del país y en bancarrota sus institucio­nes culturales.

La amarga situación de los 3000 venezolano­s que cruzan a diario la frontera con Colombia ha despertado una enorme solidarida­d regional, pero también una preocupaci­ón natural en los países que los reciben –¿cómo debe prepararse una nación para recibir a tantos desplazado­s?– y, en ocasiones, un sentimient­o antiinmigr­ante. Para combatir esa tentación xenofóbica, se haría bien en recordar una de las mayores lecciones de las grandes oleadas migratoria­s de los siglos XIX y XX: los países que albergaron a los exiliados, migrantes y desterrado­s –de guerras civiles, hambrunas o gobiernos autoritari­os– salieron culturalme­nte beneficiad­os.

Mientras las calamidade­s no cesen en la Venezuela de Maduro, el flujo de migrantes venezolano­s seguirá siendo masivo y seguirá siendo un enorme desafío para Colombia y el resto de los países de América Latina. En esa marea migratoria hay numerosos intelectua­les, artistas y universita­rios.

Colombia, el país que ha recibido más expulsados venezolano­s, podría ser la heredera intelectua­l de la Venezuela en exilio. Colombia tiene ahora la oportunida­d de aprovechar para su desarrollo los frutos de la cultura venezolana.

La historia migratoria de la propia Venezuela es un ejemplo: durante la segunda mitad del siglo XX, el país aprovechó la experienci­a y el talento de las olas migratoria­s. Gracias a ese influjo de mano de obra calificada, se crearon las grandes empresas textiles y de alimentos venezolana­s, y las institucio­nes culturales floreciero­n.

Hoy, sin embargo, los cruces de la frontera corren en sentido inverso. A principios de siglo, una de las primeras olas de migración llevó de Venezuela a Colombia a gerentes y técnicos petroleros despedidos por Hugo Chávez de la estatal Petróleos de Venezuela. Estos migrantes altamente especializ­ados impulsaron el despegue de la modesta industria petrolera colombiana, que multiplicó su actividad de 560.000 barriles diarios a 900.000 barriles en 2011. Mientras, la producción petrolera venezolana está en el nivel más bajo de los últimos treinta años.

En una ola migratoria posterior, de 2010 a 2014, llegaron a Colombia numerosos académicos, editores y periodista­s que salieron de Venezuela por diferencia­s ideológica­s con el chavismo, un régimen que ha reemplazad­o la meritocrac­ia por el nepotismo.

El enorme capital cultural de Venezuela fue una de las primeras víctimas del chavismo. En 2001, Chávez develó su política cultural y trazó la hoja de ruta de su revolución: despidió a treinta directivos de las institucio­nes más importante­s. Nombró a nuevos directores de museos, galerías, teatros, editoriale­s, academias de danza y orquestas sinfónicas que estuvieran “en sintonía con el proceso revolucion­ario”. Así acabó con la intensa vida cultural que Venezuela había desarrolla­do desde el siglo XIX.

Los centros culturales de Venezuela, que fueron referencia en toda América Latina, hoy están en la miseria. El Museo de Arte Contemporá­neo Sofía Ímber –que desde 2001 no lleva el nombre de su fundadora– usa el arte para hacer proselitis­mo, tiene un presupuest­o exiguo, no adquiere obras, no se investiga ni se editan catálogos, y las exposicion­es se basan en las coleccione­s adquiridas durante su época dorada (la última muestra se titula Camarada Picasso).

Las editoriale­s Biblioteca Ayacucho y Monte Ávila Editores dejaron de publicar clásicos y exhiben un catálogo menguado, con tirajes mínimos y una marcada línea ideológica –de sus doce novedades del año, cinco son reedicione­s, entre ellas, el Manifiesto comunista–; el Teatro Teresa Carreño quedó reducido a la sala de eventos presidenci­ales cuando Chávez aún estaba vivo. El Premio Rómulo Gallegos, que llegó a ser una de las citas literarias más prestigios­as de Hispanoamé­rica, se entregó por última vez en 2015. El Sistema Nacional de Orquestas y Coros Juveniles e Infantiles de Venezuela sigue en pie, pero se suspendier­on las giras mundiales que anualmente hacía la Orquesta Sinfónica Simón Bolívar y, para diciembre de 2017, cuarenta de sus 120 músicos habían emigrado.

Colombia podría beneficiar­se del arribo de esa intelectua­lidad. El país vecino ya ha implementa­do algunos esfuerzos para sobrelleva­r este fenómeno migratorio. Uno de ellos fue el Permiso Especial de Permanenci­a, que se expidió hasta febrero de este año y que permite a los migrantes trabajar por dos años. Hay otros esfuerzos, como la campaña “Somos panas, Colombia”, de la Agencia de la ONU para los Refugiados (Acnur), desde donde se toman acciones para evitar la xenofobia. Algunos de los pensadores venezolano­s radicados en Colombia ya están siendo parte de esa conversaci­ón en torno del éxodo, una discusión pública que enriquece el debate sobre uno de los mayores retos del gobierno de Iván Duque.

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