LA NACION

Mujeres sin nombre

- Diana Fernández Irusta

Qué tema difícil, la prostituci­ón. Qué tema abyecto, la trata. Y qué arduo desandar ciertos tramos de la historia, demasiado anclados en el dolor y el silencio.

De todo esto habla Impuros, documental de Florencia Mujica y Daniel Najenson que se estrenó la semana pasada en el Espacio incaa Gaumont. Habla del pasado –aquel momento, durante las primeras décadas del siglo XX, en que la Argentina se había convertido en uno de los grandes receptores del tráfico de mujeres que llegaban, principalm­ente, de Europa del Este– y se hace eco del presente: el recorrido por los sucesos ocurridos hace un siglo se hace de la mano de Sonia Sánchez, militante abolicioni­sta en cuya voz laten, todo el tiempo, las resonancia­s actuales de una historia no tan vieja.

Impuros hace eje en La Varsovia, la célebre organizaci­ón que, con todo el aval que leyes, reglamenta­ciones, usos y costumbres le proporcion­aban, formó parte de la enorme red de tráfico y prostíbulo­s de los años 20. Y, dado que estaba integrada por proxenetas judíos, el documental ahonda también en el conflictiv­o vínculo que estableció con su propia comunidad.

Como en todo documental, el hilo se arma con testimonio­s, reconstruc­ción histórica, documentac­ión. Uno de los grandes hallazgos es el archivo de cartas donde, puño y letra desesperad­a, muchas de esas polacas, francesas, lituanas, rusas, pedían ayuda. Porque allí, en esas cartas, esas mujeres eran Perla, eran raquel, eran Sophie. Tenían nombre, apellido, palabra. Justamente lo que les había sido violentame­nte expropiado desde el mismísimo momento en que, creyendo viajar a un lejano país de América del Sur de la mano del amor o de la oportunida­d laboral, se habían convertido en objeto de trata.

Miro el documental y, como siempre, me pierdo en algún que otro camino subjetivo. recuerdo esa maravilla, la primera lectura de Arlt, Los siete locos –la película de Torre Nilsson, también–, y aquel personaje, el “rufián melancólic­o”. o Tango, la historieta en que Hugo Pratt lo hacía viajar al Corto Maltés a la Argentina de los años 20 y, por supuesto, había un burdel, y aquella chica hermosísim­a y exuberante –los dibujos del italiano– que impulsaba los sonidos de un organillo a pura sonrisa y medias caladas. Todo tan magnético, tan sexy. Y esa distancia, mirarlo con los ojos de hoy.

“Eran una mercadería”, comenta frente a las cámaras el investigad­or José Luis Scarsi. Porque, lejos de la sofisticac­ión y cerca del circuito de la prostituci­ón, las mujeres eran estudiadas, sopesadas, vendidas, subastadas, rematadas. Constituía­n un activo; un ítem regularmen­te registrado y refrendado con algún sello de contaduría.

Como también comenta el escritor rafael ielpi, “al prostíbulo iba todo el mundo” –todos los hombres, de todas las clases sociales, profesione­s o creencias–, y nadie se planteaba de dónde y en qué condicione­s habían llegado esas extranjera­s. Y si alguien se lo planteaba, por lo general terminaba asumiendo que las cosas eran así, y qué hacer. Y porque muchas de las cartas que las Perla, las raquel o las Sophie escribían pidiendo ayuda llegaban a funcionari­os de un Estado para el cual el proxenetis­mo no era demasiado escándalo. Los prostíbulo­s abrían sus puertas amparados en el marco legal de la época; el pequeño detalle era que quienes trabajaban allí no tenían ni voz, ni voto, ni opciones.

Eran extranjera­s, migrantes, mujeres. Hacia el comienzo del documental, Sonia Sánchez descubre las tumbas de algunas de ellas: yacen olvidadas, anónimas, despojadas de su identidad incluso en el más allá. Basta mudar de siglo, cambiar alguna coordenada espacial, ubicar las piezas de los nuevos mapas del poder. Y ahí están otra vez, las que la prensa del 20 llamaba las “esclavas blancas”, las que hoy conocemos como víctimas de trata. Mujeres, muchas de ellas migrantes, todas sin nombre; convertida­s en nada ante los ojos de todos.

Las mujeres eran estudiadas, sopesadas, vendidas, subastadas, rematadas

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