SIN MOVERSE
La gracia del viaje en tren está en esa sensación de moverse sin moverse, viendo el mundo por las ventanas de los vagones. Aparecen y desaparecen tan pronto pueblos de casitas redondas y techos cónicos de paja como pequeñas ciudades de chapa, como barriadas empobrecidas de América Latina y otras de chalets floridos que parecen injertos de la lejana Europa. Se ven niños en uniformes escolar que saludan desde las rutas, y otros que miran el tren con dureza en los ojos… Atajos de un país complejo y herido por una historia cruenta que se dejan apenas entrever.
Las paradas no dan mayores acercamientos a la realidad. El tren es un mundo artificial y de la misma manera que su ambientación enmarca la vida a bordo entre códigos victorianos, su realidad es una burbuja que cuida y aísla celosamente a los pasajeros.
El primer día transcurre a bordo y sirve sobre todo para ambientarse. Recién el segundo se programa la primera parada. Es un clásico africano: un safari de avistaje de animales en la reserva privada de Nambiti. Se desembarca en medio de la sabana, donde una fila de vehículos y sus rangers (así llaman a los guías de las reservas) esperan a los pasajeros. El contacto se limita a un par de consignas de seguridad e indicaciones sobre los hábitos de la fauna. La meta es cumplir con el ritual de los Big Five, tratar de ver durante una sola salida a las cinco especies de grandes mamíferos que eran un peligro para los cazadores de antaño: el léon, la pantera, el búfalo, el rinoceronte y el elefante.
Es como en los álbumes de figuritas: algunas son más fáciles de conseguir que otras. Y muchas veces falla el encuentro con las panteras, el más escurridizo de estos cinco. El mismo día, por la tarde, se programa la segunda parada y es a elección: otro safari (que no se recomienda por la hora, en el momento de más calor vespertino) o una charla con un historiador local frente a las montañas donde se libraron batallas entre bóers e ingleses a principios del siglo XX. La tercera parada, en Pietermaritzburg, ocupa la mañana del tercer día. Es una visita al taller Ardmore Ceramics, cuyas figuras de animales se venden en las tiendas de decoración de Johannesburgo y del Cabo. Su creadora, Fée Halsted, recibe en el gran salón de venta y recuerda su trayectoria desde Zimbabwe hasta esta región de colinas y arroyos del Natal. Habla de los artistas que recibe en formación como de sus “negritos”, con un tono paternalista, aunque reconoce que la fama de su taller se la debe principalmente a ellos y sus inspiradoras culturas.