LA NACION

Testigo directo

Una tarde de horror, una locura infernal

- Carlos M. Reymundo Roberts

Por Dios, qué locura. Todavía me estallan los ojos por lo que vi y el cuerpo por lo que padecí en medio de apretujone­s, corridas, tumultos, caídas. Y una y otra vez me vuelve la imagen de Tevez haciendo la gallinita con sus brazos desde arriba del ómnibus que llevaba al plantel de Boca al Monumental. Veterano de mil batallas, jugador de dos mundiales, campeón en cuatro países, ese Tevez reducido en su burla a ave de corral parecía el perfecto colofón a una tarde de horror.

Mucho antes de la hora en que iba a empezar el partido, miles de hinchas nos habíamos agolpado frente a las vallas de Libertador y Quinteros, la diagonal que termina en el estadio. Por allí ingresan los que van a ocupar la tribuna Centenario, que le da la espalda a Figueroa Alcorta. Y allí estaba la primera línea de contención policial (en realidad, la Prefectura), en la que, se suponía, había que mostrar la entrada y el DnI.

Primera sorpresa: esos miles de personas convergíam­os en el mismo sector de ingreso, que además era muy estrecho. Un perfecto embudo. Segunda sorpresa: prácticame­nte no se avanzaba. Apenas unos pasos cada 15 o 20 minutos. Bajo un sol abrasador, la situación se fue volviendo inquietant­e. En las espaldas cada vez era mayor la presión de los que iban llegando. Empezaron a arreciar los cánticos: “¡Abrí la puerta, la puta que te parió, abrí la puerta…”.

La Prefectura sostenía como podía ese ingreso por goteo. Claro que eso no podía resistir: crecían los nervios, los empujones, la tensión. Entonces pasó lo que a esa altura resultaba inevitable: para descomprim­ir la situación, la guardia se hizo a un lado y abrió las vallas. Paso liberado. El goteo se convirtió en torrente. La gente se echó a correr, muchos cayeron al piso, unos cuantos perdieron sus zapatos. Una chica de unos 20 años que se había descompens­ado fue atendida arriba del capot de un auto. Dos cuadras más adelante estaba el segundo vallado, en este caso a cargo de la Policía de la Ciudad. Otra vez el tumulto, aunque más controlado.

Pero lo peor estaba por llegar. Cuando la policía intentaba no ser sobrepasad­a y organizar el ingreso, se escucharon sirenas y el avance a buena velocidad del ómnibus con el plantel de Boca, escoltado por motos. ¿El plantel de Boca circulando por la misma calle por la que iban los hinchas de River? ¿El plantel de Boca compartien­do una calzada estrecha con gente que a esa altura ya estaba por demás exaltada? ¿Un ómnibus que aparece de sorpresa, sin que ni la policía, ni las vallas y mucho menos la gente estuviesen preparados?

Todo ocurrió en segundos. Las sirenas. Las motos que iban abriendo paso a lo que diera lugar. Corridas. Cordones de policías con escudos que de pronto se nos vinieron encima y nos empujaron para dejarle la calle libre al bólido. Gritos. Personas que caían encima de otras personas. Insultos. Yo también me vi de bruces en el piso, y cuando me levanté, justo en el momento en que a tres o cuatro metros pasaba el ómnibus, vi la mímica gallinácea de Tevez. Se había puesto de costado y, mirando a los hinchas, agitaba los codos como alas. Se lo veía disfrutar el momento, porque una sonrisa le atravesaba la cara.

Por supuesto, la irrupción del ómnibus caotizó todo y el aire se llenó de gas pimienta. Los hinchas arremetier­on contras las vallas y llegaron a las corridas al estadio, donde, en vistas de la situación, las puertas habían sido franqueada­s y los molinetes, habilitado­s. O pasados por arriba. Cuando ya estaba sentado en la tribuna me di cuenta de que había llegado hasta allí, como muchos otros miles, sin haber tenido que mostrar nunca ni entrada ni DnI.

Conservo mi ticket, pero ya tomé la decisión: hoy lo veré por TV. Para estas locuras no cuenten conmigo.

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