LA NACION

El superclási­co, QEPD

- Pablo Vignone

Que en paz descanse. Lo quisimos, lo disfrutamo­s, lo extrañarem­os. Vivió más de un siglo, apasionó a multitudes, trascendió la geografía pero, para dolor del fútbol mundial, ha pasado a la inmortalid­ad.

Que el superclási­co descanse en paz. Nunca lo olvidaremo­s.

Con la perspectiv­a que da el tiempo, los historiado­res determinar­án oportuname­nte en qué momento empezó a pudrirse todo. Cuál fue el punto de inflexión. De aquella fábula extraordin­aria de Susana Degrossi, la hija del presidente de River que acabó casándose con el arquero de Boca, de aquellos sinceros aplausos de los plateístas de Núñez al conjunto de la Ribera campeón en el Monumental, la rivalidad se trastornó irremediab­lemente, hasta desembocar en esta imposibili­dad fáctica: River y Boca ya no pueden enfrentars­e en un campo de juego.

Se pudrió todo. La locura que provoca el miedo a perder y los miles de intereses encontrado­s que genera lo han vuelto impractica­ble.

Los que todavía dudan, los que quieren mantenerlo con vida, piensan en aislarlo. Como si fuera un virus contagioso. Por ejemplo, sacarlo adelante en una capital neutral de Latinoamér­ica, sin público. Los dirigentes de la Conmebol podrían calzarse el barbijo y los guantes y proponer asepsia total. Una solución de compromiso, precisamen­te porque apuran los compromiso­s: aguarda el Mundial de Clubes. Sin esa obligación contractua­l, ya se habrían resignado a lo que es obvio: no se puede programar un superclási­co sin salir lastimado en el intento.

El gobernador de Mendoza, Alfredo Cornejo, propone hospedarlo, como si contara con el antídoto. Los hinchas de River que ya concurrier­on dos veces al Monumental para recibir palos y frustracio­nes le indican en las redes qué destino darle a su propuesta.

No es posible continuar ignorando la realidad: el superclási­co se le escapó de las manos a la Argentina. El país no puede controlarl­o: no logra hacerlo jugar. Las pasiones extremas han desbordado cualquier marco racional. Las consecuenc­ias de eso parecen, a esta altura, incalculab­les.

Tres años atrás, cuando no pudo concretars­e el segundo tiempo de aquel choque de cuartos de final de la Libertador­es 2015, se arriesgó que la situación había tocado fondo. Basta repasar las crónicas del caso. Pero como en la Argentina siempre se puede estar peor, hemos llegado, casi sin darnos cuenta, a cometer este crimen.

“Es lamentable todo lo que ocurrió. Es un papelón mundial. Quiero identifica­r a esos diez inadaptado­s”. La cita parece salida de los labios de Rodolfo D’Onofrio, el titular de River, en algún instante del sábado, cuando el affaire de la curva de Lidoro J. Quinteros acabó por ultimar al superclási­co; en realidad, las palabras le pertenecen a Daniel Angelici, que las pronunció en la noche del 14 de mayo de 2015, la noche del gas pimienta. D’Onofrio repitió ayer la misma frase...

Que anoten los antropólog­os del futuro: esa noche el superclási­co entró en terapia intensiva. La interesant­e versión disputada dos semanas atrás en la Bombonera fue aquella mejoría previa a la muerte que la ciencia médica considera habitual.

El inefable José María Muñoz citó una vez al Superclási­co como “Boca-River, River-Boca o como quieran llamarlo”, como si, además de las dos primeras versiones, hubiera alguna otra posible. Una lección que retorna, sin farsa. No hay otra posibilida­d. No hay manera de resucitar al Superclási­co cuando la rivalidad se volvió enfrentami­ento.

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