El fin de un matrimonio en el que siempre reinó la desconfianza
Tras unas largas y dolorosas negociaciones, Gran Bretaña y la Unión Europea (UE) firmaron ayer el acuerdo de divorcio que pondrá fin a más de 45 años de un matrimonio de conveniencia, en el que las cuestiones económicas siempre se impusieron al proyecto político.
“Desde 1973, siempre fue una relación utilitaria con principal hincapié en la dimensión económica”, subrayaba poco antes del referéndum sobre el Brexit Pauline Schnapper, profesor de civilización contemporánea británica en la Universidad de la Sorbona, en París. “La dimensión sentimental es casi inexistente”, agregaba por entonces.
Para empezar, los británicos no quisieron adherirse al proyecto europeo, concebido tras la Segunda Guerra Mundial con un espíritu de reconciliación. “No nos sentíamos tan vulnerables como para sumarnos a él”, resume Anand Menon, profesor de política europea en el King’s College de Londres.
Por aquellos años, Gran Bretaña estaba centrada sobre todo en su “relación especial” con Estados Unidos y en los vínculos con su imperio colonial, o lo que todavía quedaba de él.
Londres apreciaba, sin embargo, el proyecto y lo apoyó en 1946, como demuestra el discurso de Zurich en que Winston Churchill llamó a la creación de los “Estados Unidos de Europa”.
La situación cambió a principios de los años sesenta: el crecimiento británico era inferior al de Francia y Alemania, y Gran Bretaña quiso subirse al tren en marcha.
“Los dirigentes británicos se dieron cuenta de que no podían quedarse al margen de lo que rápidamente se estaba transformando en la organización más fructífera en términos económicos, políticos y de seguridad en Europa del oeste”, subraya Tim Oliver, del Instituto de Estudios Diplomáticos de la Universidad Loughborough, de Londres.
Sin embargo, la adhesión no fue fácil: la primera candidatura, en 1961, chocó con el veto decidido del general Charles de Gaulle, que consideraba a los británicos el “caballo de Troya” de los estadounidenses y puso en duda su espíritu europeo.
Tras un nuevo veto del presidente francés en 1967, Gran Bretaña pudo finalmente ingresar en la Comunidad Económica Europea (CEE) en 1973.
Pero esa fecha coincide con la primera crisis del petróleo, y la aceleración económica que Londres esperaba no tuvo lugar. En 1975, consultados en referéndum, no obstante, el 67% de los británicos votaron por permanecer en la CEE.
La primera crisis no se hizo esperar: en 1979, Londres se negó a participar en el sistema monetario europeo en nombre de su soberanía nacional y monetaria. Después se opondría a toda iniciativa para reforzar la integración política. Sus críticos afirmaban que Gran Bretaña tenía “un pie dentro y un pie fuera” del bloque. En 1985 rechazó participar en los acuerdos de Schengen, que suprimieron los controles fronterizos, y en 1993, en el euro.
La primera ministra Margaret Thatcher resumió esta oposición en un discurso de 1988 en que fustigó la idea de “un superestado europeo que ejerza su dominio desde Bruselas”. Y eso que cuatro años antes la dirigente conservadora había obtenido la rebaja de su contribución al presupuesto europeo que había pedido al famoso grito de “I want my money back” (“Devuélvanme mi dinero”).
La desconfianza hacia Bruselas se acentuó a mediados de los años noventa con la creación del Partido por la Independencia del Reino Unido (UKIP), que abogaba por salir de la UE. Sus éxitos electorales llevaron al Partido Conservador, una gran franja del cual era ya euroescéptica, a endurecer su discurso.
La crisis de la eurozona y la inmigración a gran escala procedente de la UE –pese a que contribuyó al crecimiento británico– favorecieron también la radicalización del debate y empujaron al primer ministro conservador David Cameron a organizar, el 23 de junio de 2016, el referéndum que significó la ruptura con la UE.
Los pro-Brexit afirman que Gran Bretaña podrá por fin “retomar el control” de sus fronteras, sus leyes y sus finanzas. Una apuesta que hasta ahora ha demostrado ser “ilusoria”, según considera Thierry Chopin, profesor en el Escuela de Ciencias Políticas de Lille, en el norte de Francia.
Porque no solo el país sigue profundamente dividido sobre cómo será su futura relación con la UE. Ahora también se ve que, incluso fuera del bloque, para continuar comerciando con los 27 países que lo componen, Gran Bretaña deberá seguir respetando cierto número de reglas europeas.
“Estaban en una situación bastante ideal porque estaban dentro de la UE, pero con excepciones respecto de algunas cosas –resume Pascale Joannin, directora general de la Fundación Robert Schuman–. Ahora van a estar fuera de la unión institucional, sin voz ni voto, pero deberán acatar una parte de la reglamentación europea”.