LA NACION

Los huérfanos del Impenetrab­le. Crecer desamparad­os, en la pobreza y sin madre

Sin postas sanitarias ni hospitales cerca, son muchas las mujeres de parajes aislados que mueren en los partos; familias numerosas a la deriva y hermanos que deben ocuparse de criar a esos bebés

- Micaela Urdinez ENvIADA ESPECIAL

PARAJE TECHAT, Chaco.– Con sus manos pequeñas de nena de 7 años, empieza a juntar lo que encuentra en el monte para hacer, como puede, una muñeca que le haga acordar a su mamá. Unas ramitas para hacer el cuerpo, trozos de tela para vestirla y algo redondo que pueda funcionar como cabeza.

En esa figura maltrecha, Dominga Canciano y sus nueve hermanos encontraro­n hace seis años la manera de “estar con su mamá”, María, todos los días. La perdieron mientras paría mellizos en el monte. Llovía a cántaros y no la pudieron sacar. Algo salió mal. Sola, desnutrida y sin ayuda, se terminó desangrand­o.

“María luchó por esos hijos durante todo el embarazo. Los caminos eran un barrial y no había ambulancia”, explica Delfín Aranda, excacique de la comunidad Techat, en El Impenetrab­le chaqueño.

En ese momento, la familia vivía en una carpa hecha con troncos y silobolsas de plástico, que se usan para acopiar granos. “No sabía que eran dos hijos y María se murió en el parto, debajo de una bolsa de nylon, como un perro”, recuerda Alejandro Montagne, presidente de la Fundación S.O.S. Aborigen. Sus hijos miraban sin poder hacer nada.

El de María no es un caso aislado. Son muchas –aunque no existen cifras oficiales– las mujeres que mueren dando a luz en los rincones más aislados del Impenetrab­le, dejan- do huérfanos al resto de sus hijos.

En algunos parajes ni siquiera existen postas sanitarias, y todos los hospitales quedan demasiado lejos. “Para parir, se acercan como pueden a Miraflores o a Castelli, pero muchas veces no llegan y los tienen en el monte. Cuando hay complicaci­ones, las madres están en riesgo y es común que los chicos tengan problemas de oxígeno”, cuenta Montagne.

Las fundacione­s que trabajan en la zona, como S.O.S. Aborigen o La Higuera, brindan asistencia médica cada 60 días y el resto del tiempo las familias se arreglan solas. Tratan de curarse con los agentes sanitarios, y si no, lo hacen con su medicina tradiciona­l.

Todos los hijos de María, de descendenc­ia wichi, tenían menos de 12 años cuando vieron que se la llevaban envuelta en el nylon que antes la había protegido de la lluvia. No entendían –todavía no entienden– qué pasó, por qué sus dos hermanitos nacieron con un retraso cognitivo y hoy viven en Miraflores con una familia adoptiva ni por qué ellos quedaron al cuidado de un padre que casi nunca está porque tiene que trabajar para darles algo de comer.

“Solo quiero que vivan”, dice Manuel Canciano, su padre. Porque cuando la panza cruje y no hay ninguna red de contención, el desafío es poder terminar el día con vida. Él trabaja haciendo pozos al rayo del sol, por lo que le pagan algunos pesos o en mercadería, y los chicos fueron creciendo sin madre, a los tumbos.

“Se dice que los aborígenes son vagos. Pero cuando tienen que hacer una zanja con 40 grados de calor los llaman a ellos y les dan 150 pesos. Están muy mal pagos”, dice Montagne.

En la comunidad de Techat viven cerca de 100 familias wichis. Su principal desafío es conseguir agua y alimentos. Cuando llueve, se llenan los pocos aljibes que tienen con agua de lluvia. Y dependen de eso. “Si no llueve, tenés que ir a buscar un charco para sacar agua o ir a pedir al municipio. Los gobiernos no nos dejan vivir de la fauna, pero nos abandonan. Y sí o sí tenemos que conseguir alimentos procesados, como la harina del pueblo”, dice Aranda.

Los Canciano no existen. Nadie conoce sus nombres –su papá se equivoca al presentarl­os– ni cómo viven. “Dominga, Omar, Susana, Ángela, Isabel, Magdalena, Armando”, va diciendo Manuel con la ayuda de sus otros hijos, mientras los señala, uno por uno, con el dedo.

Como su mamá durante el parto, ellos también están abandonado­s. No tienen a nadie que los mire, los acaricie, les cante, les pregunte cómo fue su día ni los lleve a la escuela. “Queda a cinco kilómetros y yo no los puedo alcanzar. Las bicis están rotas y no tengo plata para usar la moto”, dice Manuel, mitad en español y mitad en wichi. Aranda oficia de traductor para poder entenderlo.

“Estos chicos tienen su infancia embargada. No saben español. Que no sepan leer ni escribir los convierte en esclavos del futuro. Si hay alguien que está fuera del sistema son ellos. Son los más pobres dentro de los pobres”, reflexiona Montagne.

Manuel no sabe si mañana va a poder darles de comer a sus hijos. “Comen y siguen teniendo hambre”, dice, para explicar que las raciones nunca alcanzan.

Podría cobrar la Asignación Universal por Hijo (AUH) por sus hijos, pero nadie lo asesora y no sabe cómo hacer el trámite. “No sabe leer ni hablar castellano y es muy quedado. Firmó unos papeles y no sabe

en dónde están”, explica Aranda.

Mientras tanto, los chicos pasan los meses sin brújula ni destino. No saludan, no contestan, no se ríen, no tienen un plato de comida seguro en la escuela, no aprenden. Nada los ayuda a poder integrarse a una sociedad que les dio la espalda.

Hoy no desayunaro­n y a las 12 prenden una olla para preparar una taza de arroz hervido para repartir entre todos. Al lado, un perro desnutrido sabe que no va a recibir su tajada. “Solo nos queda un poco de harina”, cuenta Manuel.

Hace unos años, el Gobierno les entregó una casa de material, pero sin agua. Tampoco tienen luz y usan el monte como inodoro. Los cuartos son el reflejo de una ausencia que duele todos los días: la ropa tirada en el piso muestra que nadie les enseñó a ordenar ni a cuidar sus pertenenci­as.

Son seis mujeres y cuatro varones. Tienen ojos tristes, las caras marcadas por el sol, los dientes rotos, los pantalones y las remeras sucios, las miradas desviadas. Los adolescent­es hacen trabajos en el monte y las mujeres algunas artesanías, como cortinas o carteras para conseguir algunos pesos.

“Acá los chicos están condenados. El futuro se les hace muy difícil. Lo más probable es que las nenas terminen juntando leña, buscando agua y cuidando a sus hijos”, subraya Montagne.

En esta realidad ya cayó Dominga, con solo 13 años. Es mamá de Leo, un bebé cachetudo de dos meses. No se sabe quién es el padre y ella se mudó al lado a la casa de sus abuelos para poder cuidarlo. El bebé es, quizás, el único que logra robarles una chispa de esperanza a sus ojos, un intento de juego, una morisqueta instintiva.

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Dominga tiene 13 años y es mamá de Leo
 ??  ?? Manuel Canciano (izq.) junto al excacique, sus hijos y un familiar
Manuel Canciano (izq.) junto al excacique, sus hijos y un familiar
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Hambre de Futuro
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Diego osidacz

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