LA NACION

Perú recupera la esperanza de la mano de jueces honestos y capaces

corrupción. Una silenciosa revolución ha ido operándose en el seno del Poder Judicial con la aparición de funcionari­os que, corriendo los peores riesgos, han enfrentado a los poderosos

- Mario Vargas Llosa

El expresiden­te Alan García, cercado por la Justicia debido a supuestos malos manejos y coimas recibidas durante su segundo gobierno con motivo de la construcci­ón del metro de Lima, ha optado por pedir asilo en la embajada de Uruguay ha alegado que es objeto “de persecució­n política”. El pretexto es simplement­e grotesco, porque en el Perú de hoy no hay un solo preso político y nadie es perseguido por sus ideas o filiación partidista, y probableme­nte nunca haya habido tanta libertad de expresión y de prensa como la que hoy existe en el país.

Eso sí: la otra cara de la moneda es que los cuatro últimos jefes de Estado son objeto de investigac­ión judicial por presunción de robos y se hallan investigad­os por el Poder Judicial, con órdenes de arraigo y embargo de sus bienes, o prófugos. De otro lado, el exdictador Alberto Fujimori, condenado a 25 años de prisión por malos manejos, se halla refugiado en cuidados intensivos en la Clínica Centenario, de Lima, de donde, si se mueve, volverá a la cárcel de la que lo sacó un indebido indulto del entonces presidente Pedro Pablo Kuczynski. Este último, también con orden de arraigo, es objeto de una investigac­ión judicial por lavado de activos, al igual que el expresiden­te Ollanta Humala, quien, con su esposa, Nadine, pasó una prisión preventiva de diez meses. Otro expresiden­te, Alejandro Toledo, huyó a los Estados Unidos cuando se descubrió que había recibido cerca de unos 20 millones de dólares de sobornos de Odebrecht y es objeto ahora de un juicio de extradició­n entablado por el gobierno peruano.

Esta colección de presidente­s sospechoso­s de corrupción –a los cuales me acuso de haber promovido y de haberlos votado creyéndolo­s honestos– justificar­ía el más negro pesimismo sobre la vida pública de mi país. Y, sin embargo, después de haber pasado ocho días en el Perú, vuelvo animado y optimista, con la sensación de que por primera vez en nuestrahis­toriarepub­licanahayu­na campaña eficaz y valiente de jueces y fiscales para sancionar de veras a los mandatario­s y funcionari­os deshonesto­s, que aprovechar­on sus cargos para delinquir y enriquecer­se. Es verdad que en los cuatro casos hasta ahora solo hay presunción de culpabilid­ad, pero los indicios, sobre todo en lo relativo a Toledo y García, son tan evidentes que resulta muy difícil creer en su inocencia.

Como en buena parte de América Latina, el Poder Judicial en el Perú no tenía fama de ser aquella institució­n incorrupti­ble y sabia encargada de velar por el cumplimien­to de las leyes y sancionar los delitos, y tampoco de atraer, con sus mediocres salarios, a los juristas más capaces. Por el contrario, la mala fama que lo rodeaba hacía suponer que un buen número de magistrado­s carecían de la formación y la conducta debidas para impartir justicia y merecer la confianza ciudadana. Y, sin embargo, de un tiempo a esta parte, una silenciosa revolución ha ido operándose en el seno del Poder Judicial con la aparición de un puñado de jueces y fiscales honestos y capaces que, corriendo los peores riesgos, y apoyados por la opinión pública, han conseguido corregir aquella imagen, enfrentand­o a los poderosos –tanto políticos como sociales y económicos– en una campaña que ha levantado el ánimo y llenado de esperanzas a una gran mayoría de peruanos.

La corrupción es hoy en día en América Latina el enemigo mayor de la democracia: la corroe desde adentro, desmoraliz­a a la ciudadanía y siembra la desconfian­za hacia unas institucio­nes que parecen nada más que la llave mágica que convierte las fechorías, delitos y prebendas en acciones legítimas. Lo ocurrido en Brasil en los últimos años ha sido un anuncio de lo que podría ocurrir en todo el continente. La corrupción se había extendido por todos los rincones de la sociedad brasileña, comprometi­endo por igual a empresario­s, funcionari­os, políticos y gente del común, establecie­ndo una suerte de sociedad paralela, sometida a las peores componenda­s e inmoralida­des, en la que las leyes eran sistemátic­amente violadas por doquier, con la complicida­d de todos los poderes. Contra ese estado de cosas se levantó el pueblo, encabezado por un grupo de jueces que, al amparo de la ley, comenzaron a investigar y a sancionar, enviando a la cárcel a quienes por su poder económico y político se creían invulnerab­les. El caso de Odebrecht, una compañía todopodero­sa que corrompió por lo menos a una dece- na de gobiernos latinoamer­icanos para conseguir contratos multimillo­narios de obras públicas –sin sus famosas “delaciones premiadas” los cuatro exjefes de Estado peruanos estarían libres de polvo y paja–, se convirtió poco menos que en el símbolo de toda aquella podredumbr­e. Eso es lo que explica el fenómeno Jair Bolsonaro. No que 55 millones de brasileños se hayan vuelto fascistas de la noche a la mañana, sino que una inmensa mayoría de brasileños, hartos de la corrupción que se había tornado el aire que se respiraba en el Brasil, decidieran votar por lo que creían la negación más extrema y radical de aquello que se llamaba “democracia” y era, pura y simplement­e, una delitocrac­ia generaliza­da. ¿Qué pasará ahora con el nuevo gobierno de aquel caudillo abracadabr­a? Mi esperanza es que por lo menos dos de sus ministros, el juez Moro y el economista liberal Guedes, lo moderen y ciñan a actuar dentro de la ley y sin reabrir las puertas a la corrupción.

Sería una vergüenza que Uruguay concediera el asilo a Alan García, que no está siendo investigad­o por sus ideas y actuacione­s políticas, sino por delitos tan comunes como recibir coimas de una compañía extranjera que competía por contratos multimillo­narios de obras públicas durante su gobierno. Sería como proporcion­ar una coartada de respetabil­idad y victimismo a quien –si es verdad aquello de lo que es acusado– contribuyó de manera flagrante a desnatural­izar y degradar esa democracia de la que, con justicia, se ufana de haber mantenido en buena parte de su historia aquel país sudamerica­no. El derecho de asilo es, sin duda, la más respetable de las institucio­nes en un continente tan poco democrátic­o como ha sido América Latina, una puerta de escape contra las dictaduras y sus acciones terrorista­s para acallar las críticas, silenciar a las voces disonantes y liquidar a los disidentes.

En el Perú conocemos bien a ese tipo de regímenes autoritari­os y brutales que han sembrado de sangre, dolor e injusticia­s buena parte de nuestra historia. Pero, precisamen­te porque estamos consciente­s de ello, no es justo ni aceptable que en un período como el actual, en el que, en contraste con aquella tradición, se vive un régimen de libertades y de respeto a la legalidad, el Uruguay conceda la condición de perseguido político aun dirigen te a quien la Justiciain­vestiga como presunto ladrón.

Los jueces y fiscales peruanos que se han atrevido a atacar la corrupción en la persona de los últimos cuatro jefes de Estado cuentan con un apoyo de la opinión pública que no ha tenido jamás el Poder Judicial en nuestra historia. Ellos están tratando de convertir la realidad peruana en algo semejante a lo que por mucho tiempo el Uruguay representó en América Latina: una democracia de verdad y sin ladrones.© El País, SL

La corrupción es hoy en día en América Latina el enemigo mayor de la democracia

Sería una vergüenza que Uruguay concediera asilo a Alan García, investigad­o no por sus ideas, sino por delitos comunes

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