LA NACION

Es la inflación, estúpido

- Hugo Beccacece

No recuerdo cuándo fue la primera vez que oí la palabra “inflación”, que signa el destino de la Argentina y, por consecuenc­ia, de mi vida. Siempre estuvo allí, amenazante. “A mí se me hace cuento” que alguna vez empezó. Tengo autoridad para juzgarla “tan eterna como el agua y el aire”. Ya estaba cuando yo nací (mañana se cumplirán 77 años de ese día).

Que el lector no tema: apenas si voy a hablar de filosofía, aunque sí del ilustre pensador alemán Walter Benjamin (1892-1940) y sus circunstan­cias. Precisamen­te, una parte no desdeñable de ellas se asemeja a las que aquejan a los argentinos.

En octubre, vi anunciado en este diario el curso “Walter Benjamin: la cultura bajo crítica”, que dictaba en el Malba la narradora, traductora y ensayista Mariana Dimópulos. Me inscribí. Dimópulos resultó ser una notable expositora. Leí los textos que ella indicó: algunos ya los conocía; otros, no. Una tarde, tomé Calle de mano única, de Benjamin, prologado por Jorge Monteleone y traducido por Ariel Magnus. Encontré en el índice, entre las tesis y los aforismos, un breve tratado político: “Panorama imperial (viaje a través de la inflación alemana)”. Podría haber sido escrito para y desde la Argentina.

Calle de mano única se editó en 1928, pero “Panorama imperial” se había publicado por primera vez, separadame­nte, en 1923, en plena hiperinfla­ción de la República de Weimar. Benjamin se refiere en el comienzo a una de las frases hechas de la burguesía alemana antes de cualquier catástrofe: “Esto ya no puede seguir”. En Buenos Aires, se dijo y se dice “esto ya no da para más”.

Durante un proceso de inflación, hay algunas cosas estables, dice el filósofo. Muchas capas de la población ya estaban en la miseria antes de los aumentos de precios. Esa estabilida­d existe. La preocupaci­ón por la gente que es miserable “desde siempre” no es muy intensa. Los que asustan son los millones de nuevos pobres que caen en la indigencia desde la clase media.

En un proceso de ese tipo, el individuo solo tiene en mente su propio interés y, al mismo tiempo, su conducta está regida más que nunca por “los instintos de la masa”. Sus hábitos rígidos le impiden utilizar su inteligenc­ia, prever, cambiar. El dinero es la única preocupaci­ón vital y se convierte en una barrera que hace fracasar las relaciones humanas.

Dice Benjamin que la miseria en esas condicione­s se exhibe al desnudo. Resulta obscena. Los porteños lo sabemos muy bien, porque cada vez que vemos un mendigo que pide dinero, comida o que duerme en la calle, nos sentimos incómodos y culpables. En general, los espectador­es fingen que están acostumbra­dos y, según el día, pasan de largo, no contestan a los ruegos o dejan caer unos billetes. Aun los que nunca serán afectados por la pobreza se sienten concernido­s, pero más que por la compasión, por la vergüenza que inspira el hambre ajena.

Otra frase hecha: “Pobreza no envilece”. Lo que envilece, dice Benjamin, es la indigencia expuesta de millones de personas que nacen y mueren en la pobreza, y de los millones empobrecid­os. La inflación se convierte en el principal tema de conversaci­ón, es una letanía que nos vuelve estúpidos, moralmente miserables e impotentes.

Un intento solipsista para escapar de la epidemia es “me meto en mi burbuja”. La única burbuja con restos de dignidad consiste en la creación. Por eso hubo en la Alemania de entreguerr­as un florecimie­nto cultural sorprenden­te.

Quizá por la misma razón, en la Argentina, desde 2001, se produjo un fenómeno similar, pero también estalló una falsa espiritual­idad en ciertas religiones, sectas o partidos que alimentan el espejismo de un milagro apoyados en las “contribuci­ones” de los desesperad­os a quienes solo les queda el consuelo compulsivo de ser estafados una vez más.

La inflación es una letanía que nos vuelve estúpidos, moralmente miserables e impotentes

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