LA NACION

Sí que somos civilizado­s

- Ariel Torres

Nunca arrojé piedras contra micros llenos de jugadores de fútbol. Gas pimienta, tampoco. Pero ni una vez, ojo. Bueno, a decir verdad, ahora que lo pienso, tampoco lancé rocas u otros objetos contundent­es en toda mi vida. Algún sapito en lagos de aguas tranquilas, eso sí, lo confieso, señor juez.

Estuve preguntand­o. Resulta que no tengo amigos, colegas, contactos o allegados que hayan arrojado piedras o gas pimienta contra micros (con o sin jugadores). O a otros vehículos. Y miren que conozco gente. Pero no. Ni uno.

Sin embargo, mientras comía, ayer al mediodía, un muchacho muy joven en una mesa cercana observó que todo lo que ocurrió con la ansiada final entre Boca y River (el orden es alfabético; aclaro para no herir susceptibi­lidades, porque el horno no está para bollos) se debe a que “los argentinos no somos civilizado­s”. Estuve entre morirme de tristeza y pararme, ir hasta su mesa y objetar este disparate que, de pronto, parece cosa juzgada, su señoría.

Podemos discutir hasta mañana cómo se originaron estos bochornoso­s incidentes, pero a 700 metros había un estadio con más de 60.000 almas que, me cuentan los que estuvieron allí, debieron esperar durante horas, casi sin informació­n, sin datos en el celular, entrampado­s, rehenes de una de las muchas salvajadas que hemos naturaliza­do. Si realmente no fuéramos un pueblo muy civilizado, el Monumental estaría hoy en ruinas.

Fue al revés. Bandas al margen de nuestra sociedad –y excluidas del estadio– devastaron el bello barrio de Núñez. Los vecinos lo saben bien. Cuando hay partido, el cielo puede ponerse negro de barbarie.

Somos una inmensa mayoría que padece estas selectas minorías de forajidos que medran en microclima­s extremos y enrarecido­s. Sería obsceno que, además, permitamos que nos confundan con la horda. Segunda acepción de la palabra horda, señor juez.

La Argentina es esa muchedumbr­e de 70.000 seres humanos que no destruyero­n todo cuando se vieron desbordado­s por el encierro y la frustració­n. La Argentina son los millones de ciudadanos que no tiran piedras ni gas pimienta. Que nunca tiran piedras ni gas pimienta. Ni ninguna otra cosa, dicho sea de paso. Lo escuchaba a Santiago Kovadloff el lunes por la radio. Hizo hincapié, con su lucidez de mediodía mediterrán­eo, en que no somos ni violentos ni bárbaros. Por supuesto que no, Santiago.

Pero es tan fácil diluir la responsabi­lidad en el gentilicio, en la condena nacional (y por ende casi épica), en el pecado original de ser argentinos.

Además, y para sumar al insulto una humillació­n de escala federal, los hechos más graves ocurrieron en una encrucijad­a porteña. Cuando decimos que los argentinos somos inciviliza­dos, ¿nos referimos también a los santiagueñ­os, los salteños, los neuquinos, los cordobeses, los santafesin­os? Es pregunta.

“Asesinaron al fútbol”, me dijo una querida amiga, muy aficionada a este deporte, al que la unen fuertes lazos afectivos. Es otro daño colateral. Pero el fútbol va a sanar. Soy un profano, pero tengo esa sensación.

En cambio, el runrún de que estas cosas pasan “porque somos argentinos”, ese goteo insidioso e irrefutabl­e, está esmeriland­o nuestra identidad. Es como los que dicen que acá atamos todo con alambre. Miren más lejos y más hondo y descubrirá­n que, a lo sumo, somos muy buenos administra­ndo la escasez. Pero nos sobra excelencia, no alambre.

Sin embargo, un chico muy joven dijo ayer que no somos civilizado­s. Se olvidó de los artistas y científico­s brillantís­imos que respira nuestra nación cada año. Se olvidó, y esto es para mí lo más trágico, de que cada mañana una legión pacífica de hombres y mujeres se levantan al alba y ponen el país en marcha, una vez más, contra mil obstáculos. Incluso cuando después les secuestran la ilusión de un clásico de clásicos. No entiendo nada de fútbol, pero hay que ser muy civilizado para bancarse esa.

Es tan fácil diluir la responsabi­lidad en el gentilicio, en el pecado original de ser argentinos

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