LA NACION

Macri ya no puede quedar bien con todo el mundo

Estrictos controles, comidas “vigiladas” y salas íntimas en Costa Salguero

- Carlos Pagni

Huele a nuevo. Hay cajas apiladas en una esquina, nylon negro sobre la alfombra recién pegada, una aspiradora desconecta­da y 22 sillones negros ordenados en forma de óvalo. Esa habitación con aires de oficina funcional por la que ayer entraban y salían operarios se transforma en el búnker blindado en el que los gobernante­s más importante­s del mundo se encerrarán, sin un solo intruso, para empezar el debate del G-20.

A la sala del “retiro”, en los pabellones de Costa Salguero que albergan la cumbre, accederán mañana los líderes de los 19 países del foro, más los dos representa­ntes de la Unión Europea (UE) y el presidente de España (invitado permanente). Nadie más que ellos –dueños exclusivos del pin que abre todas las puertas– entrará a esa primera actividad oficial. Lo más parecido a una charla íntima que pueda imaginarse a ese nivel político.

Cada sillón tiene una mesita de madera y un micrófono. Tienen una hora y media que puede marcar el tono de lo que vendrá.

El retiro ocupa un rincón de la infranquea­ble “zona roja”, el área donde únicamente pueden moverse los presidente­s y los ocho funcionari­os que cada uno elija como sus “sombras”, además de custodios y profesiona­les que pasaron agotadores chequeos de seguridad.

Es ahí donde la cumbre se desarrolla como una obra de teatro. En lugar de guion hay un protocolo extenuante. Los presidente­s llegarán mañana, a partir de las 10, por la avenida Costanera y pisarán una alfombra roja que después de 150 metros los llevará hasta el salón donde los esperará Mauricio Macri. Solo dos colaborado­res de cada líder –con golden pass– entrarán sin controles. El resto, por más ministros que sean, tendrán que entrar por una puerta lateral y pasar sus cosas por un escáner. El salón de recepción es un espacio inmenso, con una tarima para la foto de familia. A Macri le toca darle la mano por 30 segundos (cronometra­dos) a cada líder. De ahí, cada uno seguirá la alfombra roja hasta el “retiro”, donde perderán contacto con el mundo exterior.

El pabellón de la cumbre vibraba ayer como una obra en construcci­ón. Decenas de operarios trasladaba­n focos, armaban paredes, acomodaban los mástiles, aún sin banderas. En muchas salas, como las 17 reservadas para bilaterale­s, las sillas seguían apiladas. Son muebles modernos, sin pretension­es, a tono con la austeridad obligada. El presupuest­o total de la cumbre se redujo a 140 millones de dólares, pero en el Gobierno dicen que será menos (prometen presentar los números al final).

Macri es el único con sala propia para sus reuniones. Ahí se verá con la británica Theresa May y con el español Pedro Sánchez.

El epicentro de la cumbre es la sala del plenario, dominada por una mesa redonda con 39 sillas para los jefes de gobierno y directores de organismos multilater­ales. El mandala del G-20 que llena el espacio interior del círculo permanecía ayer tapado por nylon negro. En un rincón, cabinas para traductore­s de 15 idiomas.

Cada presidente dispone a sus espaldas de tres pupitres para sus “sombras”, los únicos con acceso al debate, cuyo contenido se mantendrá en secreto apenas terminen las palabras de bienvenida de Macri. El anfitrión tendrá el privilegio de que sus ocho “sombras” cuentan con asiento en la sala. Allí estarán Marcos Peña, Fulvio Pompeo, Jorge Faurie, Iván Pavlovsky y encargados de ceremonial.

Macri tendrá el papel delicado de administra­r las deliberaci­ones. Delante de su silla ya está instalada una laptop desde la cual verá los pedidos de palabra y dispondrá la apertura de micrófonos. A su derecha se sentará la alemana Angela Merkel y a su izquierda, el japonés Shinzo Abe. Un asiento más allá se ubicarán Donald Trump y May.

Ahogados por el reloj, los presidente­s almorzarán en la mesa del plenario. Hubo varias delegacion­es que gastaron pases de seguridad en encargados de vigilar el proceso de cocina y cumplir una regla primitiva de la diplomacia: que a nadie se le ocurra envenenar al jefe.

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