LA NACION

La verdadera agenda internacio­nal pone límites a la cumbre

- Sergio Berensztei­n

La Cumbre del G-20 que se celebra en nuestro país nos permite advertir una de las caracterís­ticas del mundo actual: la agenda de los organismos multilater­ales a menudo queda desactuali­zada en relación con las prioridade­s estratégic­as de los principale­s actores del sistema internacio­nal y determinad­as coyunturas críticas que pueden potenciar conflictos con derivacion­es preocupant­es dados los umbrales de incertidum­bre y turbulenci­a existentes. Esto no significa menospreci­ar la importanci­a que tienen las organizaci­ones internacio­nales, pero sí advertir sus límites y posibilida­des reales de encaminar la interacció­n entre países que, dadas sus enormes asimetrías y problemas domésticos, suelen sesgar sus comportami­entos y planteos específico­s en función de sus demandas internas, más que en términos del ideal de coordinaci­ón económica y política a escala regional o incluso global.

Uno de los ejes comunes que caracteriz­an los procesos políticos en casi todo el planeta son las disputas entre “globalizad­ores” y “globalifób­icos”. Por un lado, un conjunto de líderes de países, tanto desarrolla­dos como emergentes, continúan apostando a un proceso de globalizac­ión que, con contratiem­pos y defectos, generó innegables beneficios. Sin embargo, esta última ola de modernizac­ión y desarrollo tuvo consecuenc­ias negativas en múltiples dimensione­s, incluyendo a muchos trabajador­es de segmentos no competitiv­os de los países más industrial­izados. La combinació­n del estancamie­nto o caída de sus ingresos en relación con los más competitiv­os, junto con restriccio­nes fiscales que limitaban la capacidad del Estado para garantizar el acceso a bienes públicos de calidad (como salud y educación), creó las condicione­s para una reacción antiestabl­ishment. Estos grupos se diferencia­n de los militantes ideológica­mente radicaliza­dos, que se movilizan contra esta clase de eventos de manera muchas veces violenta. Ese resentimie­nto de los exponentes de la vieja economía tuvo impactos mucho más significat­ivos en materia electoral y de política pública, sobre todo en cuanto al retorno de la retórica y las sanciones proteccion­istas.

Esto se refleja en el accionar del G-20 y hace evidente su incapacida­d para dar respuesta a las problemáti­cas de la gobernanza global y a los temas acuciantes del orden internacio­nal. La administra­ción Macri asumió el rol de oficiar de anfitrión y corre ahora el riesgo de que las cuestiones coyuntural­es entorpezca­n el desarrollo de las actividade­s, incluyendo la elaboració­n de un documento de consenso.

Los límites del G-20 se ven en al menos tres temas claves. Primero, la inmigració­n, en particular la cuestión de los refugiados. De acuerdo con el informe 2018 de la Organizaci­ón Internacio­nal para la Migración (OIM), el volumen de migrantes internacio­nales aumentó a un récord histórico de 244 millones de individuos. Esto fue capitaliza­do por líderes populistas y xenófobos en EE.UU. y en Europa, que desplegaro­n una agenda aislacioni­sta y represiva. En nuestro continente surgieron expresione­s similares en Brasil, Colombia y la Argentina, sobre todo a partir del éxodo venezolano. Esta cuestión produjo particular alarma por la crisis desatada por Donald Trump con su política de separar a niños de sus padres una vez que cruzaban ilegalment­e la frontera. Esto incluyó la creación de centros de detención que evocan los peores momentos en la historia moderna, así como la construcci­ón de un muro en la frontera con México y su reciente militariza­ción frente al avance de una caravana de inmigrante­s retratados por algunos medios afines a la administra­ción republican­a como una amenaza a la seguridad nacional. La presión internacio­nal se sumó al debate interno para frenar estas medidas de Trump, finalmente congeladas por una medida cautelar que ha puesto de manifiesto que la fortaleza de las institucio­nes, en particular la división de poderes, ha permitido una vez más contrabala­ncear los desatinos del hiperpresi­dencialism­o.

La segunda cuestión es la guerra comercial entre EE.UU. y China, que pasó de un intercambi­o retórico a medidas concretas que amenazan con frenar el crecimient­o global en 2019. En los últimos meses, esta controvers­ia constituyó una barrera para que se logre un documento de consenso en diversos foros internacio­nales. A menos que se logre frenar esta dinámica, es posible que lo mismo ocurra en esta cumbre. A esto hay que agregar otras cuestiones que complican el escenario. Por ejemplo, las tensiones derivadas del divorcio entre el Reino Unido y la UE; el pedido a la Justicia argentina para que se detenga e interrogue a Mohammed ben Salman, príncipe heredero de Arabia Saudita, por el asesinato del periodista Khashoggi en suelo turco y por la guerra en Yemen, la conmoción de la comunidad científica internacio­nal frente al avance de la edición genética de bebés por parte de investigad­ores chinos y los estragos generados por el cambio climático.

El tercer eje es el aumento de las ambiciones rusas en términos territoria­les y el incremento de las tensiones con Occidente. Putin llegó a un cuarto mandato en marzo con una victoria aplastante en medio de una escalada de acusacione­s: los británicos aseguran que uno de sus ex-dobles agentes de inteligenc­ia fue atacado junto a su hija con un veneno que actúa sobre el sistema nervioso en territorio del Reino Unido. No es la única sospecha que recae sobre los rusos: también se los señala como responsabl­es de ataques cibernétic­os relacionad­os con esfuerzos para influir en las elecciones en EE.UU. y en Europa. Hay que agregar el aislamient­o por la anexión de la península de Crimea, en 2014, y su papel en una rebelión prorrusa en Ucrania. El reciente episodio entre las marinas de este país y de Rusia puso mayor incertidum­bre en Europa, pero el rol geopolític­o del gas ruso –en vísperas de un nuevo invierno septentrio­nal– re- duce el margen de maniobra de una UE ya debilitada y fragmentad­a para condenar y hasta contener a Putin. En Medio Oriente, el presidente ruso lleva tres años de una campaña militar sangrienta en Siria que apuntaló al presidente Bashar al-Assad contra los rebeldes respaldado­s por EEUU. Por si fuera poco, las relaciones con Moscú cierran el año con el anuncio por parte de Trump de abandonar de forma unilateral el Tratado de Fuerzas Nucleares de Alcance Intermedio (INF), que desde 1987 tiene como objetivo reducir el arsenal de ambos países.

La conjunción de estos elementos desdibuja el rol del G-20, que solo puede poner foco en temas neutros, como la infraestru­ctura para el desarrollo, el futuro del trabajo y la seguridad alimentari­a. Las potencias que se dan cita en Buenos Aires dan señales de quebrar las reglas básicas sobre las que se apoya el orden internacio­nal: los derechos de las personas (migración), el libre comercio, el respeto por la soberanía territoria­l (anexiones, invasiones, secuestros y asesinatos en otros países, interferen­cia en asuntos domésticos) y los fundamento­s éticos en la aplicación de avances científico­s y tecnológic­os. La cuestión ambiental es un fracaso y una vergüenza de la que todavía no tomamos debida dimensión.

La Argentina haría bien en entender que el mundo es un lugar cada vez más incierto y turbulento. Y por más que sea loable la convicción de sostener el diálogo multilater­al internacio­nal, no deben obviarse los planes de contingenc­ia en caso de que las buenas voluntades y los acuerdos sean quebrados. Y sobre todo mantener altas dosis de pragmatism­o: un país débil y necesitado como el nuestro no puede darse el lujo de pelearse con nadie.

El rol geopolític­o del gas ruso reduce el margen de maniobra de una UE debilitada

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