LA NACION

Las Argentinas que hielan el corazón

- Eduardo Fidanza

Acaso porque era un poeta que aspiraba a la unidad, como interpreta Guillermo de Torre en el prólogo a sus Obras Completas, Antonio Machado escribió aquel verso que haría famoso Serrat: “Ya hay un español que quiere/ vivir y a vivir empieza, / entre una España que muere/ y otra España que bosteza. / Españolito que vienes/ al mundo te guarde Dios. / Una de las dos Españas/ ha de helarte el corazón”.

Pareciera que este breve poema evoca una trampa de origen, de la que es imposible escapar: la de pertenecer a un país sin opciones amables, sino bifurcado en caminos que conducen a la frustració­n. Pertenenci­a desgarrada, fatídica. Identidad incómoda, destino estrecho e indeseable, como una celda donde se purga una condena por un crimen ancestral. Así tal vez se sintieron millones de compatriot­as el fin de semana pasado, después de los desastres del fútbol, tratando de huir de las imágenes de la barbarie y de la sentencia mediática: esta es la Argentina, estos son los argentinos. Intentaron despegarse de la final trunca, que los exponía sin pudor ante el mundo, imposibili­tados de responder la pregunta angustiant­e: ¿cuánto tenemos que ver con esto? ¿En qué medida somos culpables y en qué medida inocentes?

Cuestiones muy difíciles de dilucidar, que remiten al modo en que una sociedad forja sus costumbres, construye sus institucio­nes, selecciona su clase dirigente, dirime los conflictos, jerarquiza las prioridade­s, aborda los problemas, sanciona los delitos. La furia futbolísti­ca cuestionó todas estas dimensione­s y desnudó las fisuras de la sociedad y sus elites. Lo que se vio es idiosincrá­tico del lado oscuro de la Argentina. Se lo puede resumir en cinco aspectos: 1) la actitud violenta y el desprecio por la ley que expresan ciertos sectores de la población, 2) la dificultad de las fuerzas de seguridad para hacer cumplir las normas, 3) la indefensió­n de las víctimas, 4) la desorienta­ción e improvisac­ión de las autoridade­s, y 5) el carácter de rehenes de los que no participar­on en las refriegas.

Violencia, depredació­n, heridos, miles de personas expectante­s padeciendo la indolencia de los organizado­res, suspensión del espectácul­o. Eso es lo que se vio. Luego hay que considerar lo que no se vio y se sospecha: corrupción, complicida­d policial, política y judicial, doblez de los funcionari­os. Ricardo Roa cuenta este trasfondo en una instructiv­a nota en Clarín titulada “Barras con llegada a la policía y a la UBA”.

Años atrás, con motivo de la toma de tierras en el Parque Indoameric­ano, ensayamos una metáfora de cómo el país se desdobla en identidade­s espurias y solapadas, que expresan la hondura de sus desgarros y dramas irresuelto­s. La Argentina oficial –la de las institucio­nes jurídicas, la clase dirigente, la administra­ción pública, las empresas y los sindicatos– se escinde en la Argentina corrupta, que es su otra cara, la de las agendas ocultas, las coimas, las licitacion­es amañadas, la vista gorda ante el delito organizado. Si la primera es el Dr. Jekyll, esta es Mr. Hyde. Así, la Argentina corrupta termina siendo cómplice de la Argentina mafiosa, donde los negocios sucios se ejecutan con métodos siniestros, que quedan sin sanción porque donde no hay ley la impunidad se vende al mejor postor. Las barras bravas, el reciente descubrimi­ento de las autoridade­s, son una expresión emblemátic­a de esta degradació­n esquizofré­nica. Como recuerda Roa, no se privan de nada: revenden entradas, trafican droga, explotan quioscos y estacionam­ientos, aprietan jugadores y actúan como grupos de choque de sindicalis­tas y políticos. En definitiva: asociacion­es ilícitas para hacer y administra­r negocios.

Una cuarta Argentina es parte del drama: la emergente, conformada por las clases medias bajas, los pobres y los marginados. Embrutecid­a, desesperad­a e inculta es el objeto de la manipulaci­ón de las otras Argentinas. La oficial, que la seduce y la abandona; la corrupta, que la esquilma; y la mafiosa, que la usa de carne de cañón. La Argentina emergente es la coartada predilecta de los hipócritas. La mujer que le puso bengalas en el cuerpo a su hijo, los “inadaptado­s”: estigmas que distraen de la maquinaria de corrupción, explotació­n y complicida­des que arroja un tercio de pobres. Una vez más habrá que repetirlo: ellos no son la causa del bochorno, son la consecuenc­ia.

Por último, no puede evitarse la reflexión en torno a una paradoja: estos hechos suceden durante el gobierno de una coalición que prometió derrotar a la corrupción y la pobreza, instaurand­o el cambio. Ante la magnitud del problema, puede concluirse que ese objetivo era desmesurad­o o un truco publicitar­io, porque queda claro que la degradació­n del país es estructura­l y ocurrió a lo largo de muchas décadas. Revertirla no puede ser la tarea de una fracción política, sino la apuesta agónica del desprestig­iado país oficial. Por ideales o por simple afán de subsistenc­ia.

Hasta que esta regeneraci­ón no ocurra, a los argentinit­os que vengan al mundo se les seguirá helando el corazón.©

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