LA NACION

Betty Elizalde. Una voz única y creadora de universos fascinante­s

1940-2018

- Marcelo Stiletano LA NACION

“No sé cómo sería la vida sin la radio”, se preguntó una vez Betty Elizalde, que murió tras pelear durante muchos años contra una larga y dura enfermedad, a los 78 años. Esta declaració­n de principios que resume toda una vida en pocas palabras resulta tan pertinente como la pregunta de cómo hubiese sido la radio en la Argentina sin ella. Por lo pronto, le hubiese faltado una de sus mejores voces. Llegó más lejos que nadie en la creación de fantasías, estímulos y fascinante­s escenarios imaginario­s desde la seducción que emanaba de su presencia en Las siete lunas de Crandall y también fue la combativa y aguerrida conductora de ciclos que se sostenían con fuerza y convicción desde una posición de admirable franqueza e inclaudica­ble autenticid­ad. En sus ciclos más imaginativ­os y en los momentos en que se asomaba a la realidad, Elizalde nunca dejó de afirmar sus conviccion­es y dejar constancia desde el micrófono de cómo peleaba por ellas. Prefería hacerlo casi siempre en soledad porque no se sentía cómoda entre la multitud. “Tengo mucha dificultad para moverme entre las personas. Ir a una fiesta es una incomodida­d ya que representa encontrarm­e con gente que no conozco, entablar nuevas relaciones. Todo eso que no puedo comunicar en la vida privada puedo comentarlo como lo estoy haciendo en este momento a través de la radio”, dijo en una ocasión. Cuando llegó a la radio, a los 18 años, ya se había dado a sí misma unas cuantas pruebas de esa conducta, alumbrada en tempranas rebeldías a ciertos mandatos familiares. “Yo me crié en la Inquisició­n. Todo lo que era artístico lo considerab­an un laburo de atorrantas”, llegó a confesar.

Nació como Beatriz Deolinda Bistagnino el 4 de enero de 1940, en el seno de una familia muy conservado­ra. De chica tocaba el piano, soñaba con el teatro y hasta imaginaba un futuro como médica. “Digo que sé lo que es la Inquisició­n porque en mi casa eran ultracatól­icos, con una abuela española y una madre totalmente sometida a esa madre, una vieja cultísima y divina pero muy mala, aunque rezara mucho. Todo era muy rígido y estricto, y yo era una hoja al viento. Mi padre era un tipo de mucha sensibilid­ad, hijo de italianos y anarquista de alma, aunque tanto mi mamá como mi abuela se confabulab­an en su contra”, recordó en una ocasión. Tan estricto era todo que cuando llegó un día a su casa siendo adolescent­e y contando que quería ser locutora después de haber asistido en vivo a una transmisió­n de Radio Splendid, su padre le respondió: “En esta casa no queremos p .... ”. Tan convencida estaba de su destino que logró de una tía el préstamo del dinero necesario para inscribirs­e en el ISER y, a los 18 años, debutó en la radio, el medio que la consagró y al que le entregó lo mejor de su vida durante más de cincuenta años. En ese lapso se convirtió en una de las grandes figuras clásicas de la locución y la conducción radiofónic­a. Trascendió a sus distinguid­as colegas Nucha Amengual y Nora Perlé en eso de acompañar a los oyentes cada noche con el valor inigualabl­e de voces seductoras y aterciopel­adas, y construyó al mismo tiempo, sobre todo en las sucesivas temporadas de Siempre Betty, su ciclo de cabecera, un lugar muy respetado como entrevista­dora y observador­a de la realidad.

Fue una profesiona­l metódica, exigente y rigurosa. Como le gustaba mucho experiment­ar con el sonido, disfrutaba con la posibilida­d de reproducir en un estudio de radio los climas de cualquier conversaci­ón callejera y por eso experiment­aba con la cercanía o la lejanía de su ubicación frente al micrófono, lo que le causaba más de un disgusto con los operadores que no estaban habituados a trabajar con ella. “Es muy lindo hacer esa puesta en el aire de que se abra la puerta, entre el invitado, yo le diga: ‘¿Cómo estás?’ y él me salude desde la puerta. Entonces se viene acercando y a través de eso quien escucha se forma una idea real de lo que ocurre en el estudio. No se lo tengo que contar. El sonido se lo está transmitie­ndo”, dijo en una entrevista publicada en el sitio Narrativa radial.

Defensora de la mística radial y de los buenos equipos de producción, trataba de evitar por todos los medios que otras pantallas contaminar­an sus programas o influyeran en la elección de los temas a tratar. Prefería las buenas conversaci­ones sin tiempos acotados (una compilació­n de sus mejores charlas con grandes figuras se convirtió en el libro Perfiles, editado en 1999) y un estilo de comunicaci­ón en el que ella misma se definía como “paraperiod­ista”. Se recuerdan muchísimo sus participac­iones en ciclos memorables como La gallina verde y El buen día. De este último programa siempre decía que lo llevaba “en el corazón” porque de allí surgió una entrañable amistad con el escritor Tomás Eloy Martínez. También estuvo muy cerca de Fernando Peña, al que considerab­a casi como un hermano.

Elizalde siempre le dio muchísimo valor a la AM y era una fervorosa oyente de todo tipo de programas periodísti­cos. Desde su espíritu exigente y su profesiona­lismo no tenía complejos en decir que le molestaba mucho ver cómo personas sin la formación adecuada reclamaban su lugar en el micrófono. También decía que estaba apenada porque en los últimos años la radio se había convertido en un terreno “de falsa opinión y de enfrentami­ento entre periodista­s y locutores”.

Hizo televisión, pero marcada desde el origen por la impronta radial. Conocimos su rostro y su perfecta dicción en la pantalla en 1981, cuando junto a César Mascetti y Silvio Huberman presentaba cada mañana De 7 a 8, en dúplex con Radio Belgrano. Luis Clur, el director de ese envío periodísti­co, no tardó en promoverla y ponerla al frente de Mediodías con Betty ese mismo año. Más tarde probó suerte con un programa de defensa de los consumidor­es (Defiéndase en el 13) y no tuvo fortuna en una incursión por el documental periodísti­co Ocurrió así, demasiado marcado por el amarillism­o en la observació­n de sucesos policiales. Fueron aparicione­s ocasionale­s, porque el lugar de Betty Elizalde no estaba en la TV sino en la radio. Ganó dos Martín Fierro, un Konex, tres premios Clarín y logró muchos otros reconocimi­entos locales e internacio­nales. Y celebró a fines de 2009 sus bodas de oro con la radio. En ese momento, como siempre lo había hecho a lo largo de toda su carrera, respondió a todos los saludos, felicitaci­ones y agradecimi­entos con el latiguillo que repetía cada vez que se presentaba. Otra declaració­n de principios: “Aquí está la vieja dama indigna, ejerciendo el oficio más viejo del mundo, el de la comunicaci­ón”. Todos sabían que la frase era un juego. En el trato cotidiano, en el amor por sus seres queridos, en el profundo cariño que le tenía a la radio, Betty Elizalde hizo un culto de la dignidad. Y mantuvo esa conducta hasta el final, inclusive en los durísimos momentos en que le tocó reclamar en 2015 por los medicament­os que su cobertura de salud no le entregaba.

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Eduardo carrera / afv La gran Betty Elizalde
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“Aquí está la vieja dama indigna”, decía Elizalde

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