LA NACION

Siempre estamos volviendo a casa

- Por Héctor M. Guyot

Cada vez que puedo, paso frente a la casa de mi infancia. Eso es al menos una vez por semana, los domingos, cuando vuelvo de tomar un café con mi suegro. Vamos siempre a la misma confitería, donde invariable­mente pedimos lo mismo: dos cafés en jarrito (el suyo, cortado) y un brownie para compartir. Después, a la hora de devolverlo a su casa, tomo siempre el mismo camino. Me gusta andar por esas calles. En ellas, que me vieron partir y regresar tantas veces, probé mis primeras libertades. Andar las seis cuadras hasta la librería para comprar un lápiz o un mapa de la Argentina sin división política era entonces una aventura.

En apariencia, allí las cosas siguen más o menos igual. Reconozco la luz entre las ramas de los tilos, en la vereda, a esa hora en la que empieza a caer la tarde. Cuando paso ante la casa aminoro la marcha. Miro el portón, la pared de ladrillos, y la vista queda colgada de ese frente que conozco de memoria, como si quisiera arrancarle un secreto. Lo que enfoco al final, cuando me alejo, es la pieza de cerámica en la que mi madre anotó el nombre de la calle y la numeración. Empotrada junto al portón, está decorada con un dibujo esmaltado. Allí sigue, prestando servicio.

Esa casa fue mi refugio y también mi cárcel, en aquellos días en los que, pasada la adolescenc­ia, ansiaba una libertad con mayúsculas y no sabía dónde encontrarl­a. Será por eso que partía y regresaba. Cuando, de viaje, me ausentaba un tiempo, me gustaba volver de incógnito. Una vez, tras viajar medio año, bajé del colectivo como tantas veces antes cuando volvía del colegio y caminé la cuadra y media que me separaba de casa con la sospecha de que veía todo aquello, esas calles, por primera vez. De pronto, la voz sorprendid­a de uno de mis hermanos me llamó desde atrás. Ahora era él quien volvía del colegio.

Nos mudamos allí en 1968 o 1969. Yo tenía siete años. Las calles eran de tierra y los autos se atascaban los días de lluvia. En la esquina había una zanja por donde corría un pequeño arroyo. Allí, con coladores, pescábamos mojarritas. Las guardábamo­s en un frasco con agua en el que morían indefectib­lemente. Pronto limpiamos de cardos el terreno de al lado y nos hicimos una canchita de fútbol. Esa sensación de vivir en el campo duró unos cuantos años. Después esa zona de Las Lomas de San Isidro se llenó de caserones. Nuestra casa, baja y austera, resistió con dignidad.

En esa casa yo pasé por varios cuartos. Incluso durante un tiempo me instalé en el llamado “cuartito del fondo”, una construcci­ón separada donde mi madre había tenido su taller de cerámica. Allí se instalaron, de paso, algunos de los amigos que me había hecho mientras viajaba. Primero, Mike, un norteameri­cano fuera de serie que se pasó una tarde pintando las clavas con las que hacía malabares; las colgó a secar de una viga de la galería. Y después, Michael, un alemán de bigote a lo Dalí que cayó con una novia, una chica negra que había conocido en Brasil. En ese momento mis padres estaban de viaje. Mis abuelos, que se habían instalado en casa durante su ausencia, se lo tomaron con bastante naturalida­d.

Aquel cuartito del fondo fue de algún modo la antesala de mi independen­cia, que llegó a los 23 años, cuando con dos amigos alquilamos un PH por el que también me gusta pasar. Ese PH tiene sus historias, claro, pero no es lo mismo. A veces, los domingos, cuando vuelvo de tomar el café con mi suegro, la luz del atardecer entre los árboles me engaña y en esa calle desierta yo siento que vuelvo a mi casa una vez más, pero como antes, y hasta creo escuchar la voz de mi hermano que grita de contento a mis espaldas.

Reconozco la luz entre las ramas de los tilos, en la vereda, a esa hora en la que empieza a caer la tarde

Mis padres vendieron la casa a mediados de los años 90, una vez que se quedaron solos después de que sus hijos se casaran. No derramamos lágrimas por ella. Según recuerdo, no le dedicamos ninguna clase de despedida. De algún modo, los hijos nos alineamos en esa suerte de desapego práctico que nuestros padres, sabiamente, practicaro­n durante el tránsito de aquella casa que ellos mismos habían construido a un departamen­to luminoso al que se adaptaron con facilidad. Sin embargo, allí quedaba parte de nuestra memoria, a cada cual la suya. Y muy viva. Porque nada, ni siquiera la memoria, que se conjuga en singular, se resuelve alguna vez del todo.

Lo más curioso es que, hace algunos años, compró la casa un viejo amigo. Es cierto que lo he dejado de ver hace mucho. Pero podría discar ese número de teléfono que recuerdo tan bien o simplement­e parar y tocar timbre. No sé por qué no lo hago. Tal vez no tengo necesidad. Me basta con ver, cada vez que paso, la copa inclinada del liquidamba­r que se asoma desde el jardín.

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