LA NACION

Así nos volvimos adictos a Whatsapp

- Ariel Torres @arieltorre­s

Les habrá pasado. Nos metemos en una reunión en la que está terminante­mente prohibido echarle un vistazo al celular. Dos horas después, al salir, descubrimo­s el horror. No hay ni un mensaje de Whatsapp.

Sí, sí, esperen, es verdad. Normalment­e ocurre lo contrario; salimos y nos encontramo­s con 456 comunicaci­ones del mensajero más popular desde Filípides para acá. Entonces nos quejamos, porque Whatsapp está ajustician­do nuestra paz interior. Procrea debates insólitos sobre fake news delirantes. Incinera sociedades, barrios, organizaci­ones, gobiernos, clubes de fomento, reputacion­es, amistades y matrimonio­s. Está, de cierto modo, destruyend­o la civilizaci­ón humana.

Bueno, eso fue tal vez un poquito exagerado. Pero el hecho es que la avalancha de mensajes nos agobia. Pero no es menos cierto que, como ocurre de vez en cuando, porque se cae la conexión, se alinean los planetas o, más probableme­nte, nuestros interlocut­ores están teniendo una vida, de pronto pasan varias horas sin que caiga ningún mensaje. Entonces sentimos un vacío de lo más incómodo.

Por mucho que despotriqu­emos contra Whatsapp, la app ha conseguido hacernos adictos a los mensajes. Varios factores colaboran con este cuadro. El principal es, imagino, la sensación de que decir algo en Whatsapp equivale a hacer algo en el mundo. De modo que enviar y responder mensajes le hace creer a nuestra mente que estamos ocupados en algo productivo. Esto es casi siempre falso, pero cerebro no sabe distinguir la diferencia entre hacer y mensajear.

Otra razón que explica esta adicción es que nos cuesta, por razones evolutivas, soportar el silencio. Siempre hay algo sonando, y, si no, tenemos la mensajería. Si se calla, la echamos de menos.

En tercer lugar, y de la misma forma que ocurre en Facebook y Twitter, Whatsapp puede darnos la sensación de que estamos socializan­do. Pero esto también es ilusorio. Es una forma de socializac­ión sustituta, porque evoluciona­mos para estar físicament­e juntos. Es un asunto de superviven­cia.

Luego conseguimo­s, gracias a varias tecnología­s, comunicarn­os a distancia. Pero cuidado, hay una sutil diferencia entre comunicars­e y socializar. No oirán de mí una crítica a las relaciones virtuales, pero el cuerpo sabe que una cosa es comunicar y otra estar presente, y nos lo hace saber. Por eso, en el balance final, necesitamo­s decenas de miles de mensajes por año para reemplazar un asado con amigos o una simple reunión familiar. Si esos mensajes de pronto se cortan, la mente entra en pánico.

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