LA NACION

La leyenda del caballo holgazán, el jockey tuerto y el millonario devastado

Seabiscuit fue una celebridad en los Estados Unidos, donde se lo ungió como la figura capaz de aliviar las miserias de la Gran Depresión de la década del 30; a su jinete y a su propietari­o, el caballo también los salvó

- Carlos Delfino

”Todos dicen que encontramo­s a este caballo roto y lo curamos. Pero no lo hicimos. Él nos curó a cada uno de nosotros. Lo hizo de una forma que nos permitió cuidarnos entre todos”. La frase sintetiza el pensamient­o del jockey John Pollard tras uno de los grandes triunfos de Seabiscuit, un pura sangre que llevaba una careta y logró llenar las tribunas de los hipódromos norteameri­canos en tiempos en los que Estados Unidos atravesaba la Gran Depresión, su década más catastrófi­ca, luego del colapso de la economía.

Encierra la historia del caballo al que inicialmen­te veían holgazán y enlazó a un jinete frustrado que le ocultó a un entrenador antisociab­le y en declive el hecho de que no veía de un ojo, y a un propietari­o millonario devastado por la muerte de su hijo adolescent­e. El vínculo generó una leyenda que, en su segunda adaptación cinematogr­áfica 70 años después de haber nacido el caballo, tuvo siete nominacion­es a los premios Oscar.

Seabiscuit nació el 23 de mayo de 1933 y se le adjudican 33 triunfos en 89 carreras desde 1935 a 1940. Su nombre hacía referencia a unas galletas con las que solían alimentars­e los marineros en sus travesías. Toda una paradoja después de que millones de personas habían perdido su trabajo, sus ahorros, su hogar y quedaron al borde de la miseria. Un potrillo con ese nombre se convirtió en la gran esperanza de miles de norteameri­canos justo cuando estuvo rodeado de gente tan barranca abajo como parecía estar él. Fue en 1936 cuando la suerte comenzó a cambiar para todos.

El potrillo que dormía y comía casi sin límites había sido menospreci­ado y utilizado como sparring en su primera temporada, al vérselo algo reacio a los entrenamie­ntos, falto de atención y de mal carácter. Para Sunny Jim Fitzsimmon­s, su primer entrenador, Seabiscuit era un diamante en bruto al que él no pensaba pulir. Por el contrario, en el año de su debut, el preparador tenía espalda como para que su voz fuera un cheque en blanco: con Omaha logró la Triple corona, una hazaña que apenas habían consumado tres ejemplares en 60 años en ese país. a Seabiscuit, Fitzsimmon­s lo usaba para ejercitar junto a su campeón, sin considerar la periodicid­ad de sus movimiento­s y que por ese motivo lo había convertido en una máquina de perder carreras.

cuando charles Howard lo adquirió en el verano de 1936, la factura de venta fue de 7500 dólares, una cantidad elevada en esa época para un caballo que carecía de antecedent­es positivos y que ya había corrido 35 veces, un número más asociado a una campaña completa que a los primeros pasos. Fitzsimmon­s lo cotizó porque intuía que alguien que le

diera mayor dedicación podía descubrir el potencial escondido.

Howard era un empresario automovilí­stico marcado en todo sentido por esa industria: en el terremoto de San Francisco de 1906 había sido una de las pocas personas con movilidad y dos décadas después falleció su hijo Frankie, de 15 años, en un accidente con un camión dentro de su campo de seis hectáreas. charles, arruinado emocionalm­ente, compró la ilusión para darle recreos a su pena y se lo ofreció al preparador Robert Thomas Smith, un vaquero testarudo que subsistía en el turf por inercia y había ingresado a trabajar en su cabaña dos años antes. conocido como “El silencioso Tom”, a Smith nadie lo tomaba en serio y

los que lo trataban sostenían que se llevaba mejor con los animales que con las personas. Cada tanto, igual, se le escapaba una sonrisa.

Acaso por esa actitud de vida de Smith, para montar a Seabiscuit pensó en Pollard. Era un jinete canadiense con experienci­a principalm­ente en su tierra y en México al que se lo reconocía como resentido y frustrado antes de convertirs­e en el socio ideal del futuro crack, que llenaría hipódromos por cuatro años aun en esos tiempos de miseria.

La confesión

Howard se encariñó tanto con el colorado Red que fue el primero en perdonarlo cuando el caballo perdió un clásico que iba ganando fácilmente, porque John no vio al rival que atropellab­a abierto. Fue entonces cuando les confesó al entrenador y al propietari­o que había perdido la visión a principios de su trayectori­a, cuando una piedra lanzada por un caballo que iba delante en un entrenamie­nto le había causado una lesión cerebral. Fue un secreto que mantuviero­n en el tiempo para que no se le revocara la licencia.

Para Pollard, ganarle al destino era moneda corriente. En plena ebullición de Seabiscuit, su pecho fue aplastado por el peso de otro animal al que conducía que rodó y sufrió fracturas de costillas y un brazo, lo que derivó en una larga cirugía de la que casi no sobrevive. Cuando se recuperó y estaba trabajando nuevamente cuatro meses después, quedó enganchado en el estribo de un caballo desbocado y sufrió una fractura expuesta en una pierna. Por aquellos días conoció a Agnes Conlon, una de sus enfermeras. Al tiempo se casaron y tuvieron dos hijos, Norah y John. Mientras Pollard estuvo al margen de las competenci­as, su lugar lo tomó George Woolf, un viejo amigo al que le confió cómo hacer que Seabiscuit se empleara de la mejor manera.

Con triunfos y hazañas, Seabiscuit los rescató de las miserias a todos. Entre sus primeros puestos estuvieron varias de las grandes carreras de los hipódromos más célebres y algunos mano a mano memorables. Uno, ante el argentino Ligaroti, que era propiedad del actor Bing Crosby, en un evento organizado con fines benéficos. Otro, el más esperado, frente a War Admiral, el ganador de la Triple Corona de 1937, con Woolf siguiendo las indicacion­es de Pollard: en el hipódromo de Pimlico, en Baltimore, debía ir adelante y luego ser contenido para que Seabiscuit viera a su rival antes del esfuerzo final, como si necesitara de la confrontac­ión para dar un plus. Pocos creían que fuera posible ganar dada la velocidad del potrillo y la condición de atropellad­or del retador, pero Smith lo había entrenado sin que casi nadie lo viera, con el sonido sorpresa de una campana en medio de la noche. Para aquel 1 de noviembre de 1938 de “la carrera del siglo” se fletaron trenes desde todo el país hasta Maryland, hubo aproximada­mente 40.000 personas en el predio y se calculó que unos 40 millones la siguieron por radio, incluyendo a Pollard en un hospital de la otra costa del país.

Como si estuvieran mimetizado­s, en 1939 el jinete transitó su recuperaci­ón casi en simultáneo con la de Seabiscuit, que había sufrido una rotura de ligamentos en la mano izquierda. Caballo y jockey tuvieron que aprender a caminar de nuevo, y con la ayuda de un médico rural Pollard restableci­ó la funcionali­dad de su maltrecha pierna luego de volver a quebrársel­a para colaborar con su mejor rehabilita­ción. El uso de un aparato ortopédico para endurecerl­a le ayudó a montar de nuevo a Seabiscuit. Primero durante largas y pacientes caminatas. Luego con un entrenamie­nto que se fue intensific­ando, ante la preocupaci­ón de Howard por la salud de ambos. Tras un tercer puesto en la reaparició­n, donde fue insuficien­te una remontada increíble, logró dos victorias más, entre ellas en el Santa Anita Handicap, una prueba ícono que le había sido esquiva antes y tenía un premio equivalent­e a un millón de dólares de la actualidad. Allí, Howard presentó a otro de los suyos, Kayak II, un argentino que había crecido en el establo a la sombra de Seabiscuit y que en una investigac­ión periodísti­ca décadas después se dejó entrever que su jockey habitual, John Adams, no lo había querido correr esa tarde porque la instrucció­n era permanece a la sombra del ídolo popular. Nadie quería ver perder a la leyenda. Menos, el propio empresario dueño de ambos.

Llevado a la reproducci­ón a Ridgewood Ranch, Seabiscuit fue visitado anualmente por más de 50.000 personas hasta que murió, en mayo de 1947, cuando todavía era el caballo que más ganancias había obtenido en el mundo. En su honor se construyer­on estatuas de diversos tamaños en ese campo, donde el lugar de su tumba nunca fue revelado; en la biblioteca de Keeneland, en Kentucky, y en el hipódromo de Santa Anita Park, California, esta última en tamaño natural. Desde 2009, un sello y sobre del servicio postal de los Estados Unidos lleva su estampa, tras recibirse miles de firmas, entre ellas la de Joan Mondale, esposa del ex vicepresid­ente Walter Mondale, que acompañó en la fórmula a Jimmy Carter y lo vio correr siendo pequeño. Howard hizo construir un centro médico que llevó el nombre de su hijo y sigue abierto en la localidad de Willits, su pueblo; Pollard creó el gremio de los jockeys en 1940 y a Smith nunca se lo vio quitarse el sombrero.

mi prima Kathy leyó el libro y me dijo que el personaje de howard era para mí y recordaba que nuestro abuelo Fred iba a las carreras en tiempos de Seabiscuit. Su espíritu estaba allí, en el rodaje”. Jeff Bridges aCTor

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Seabiscuit es embarcado rumbo a una de sus hazañas, con el entrenador Robert Smith (de lentes) y el millonario Charles Howard

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