LA NACION

Viaje al mundo íntimo de gustavo Fernández, un campeón de la vida

Un anticipo exclusivo del capítulo 1 del libro “Hambre de Lobo”, la biografía del tenista que recorre el circuito con ideales y convicción

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Aparentaba ser un día más, como cualquier otro, sin demasiado alboroto. Como en tantos momentos libres, en los que no había entrenamie­ntos, charlas tácticas ni partidos en el club Atenas, la mañana del lunes 29 de mayo de 1995, Gustavo Ismael Fernández y Juan Espil combinaron para ir juntos a tomar unos mates al parque Sarmiento, un pulmón verde ubicado a pocas cuadras del microcentr­o de la ciudad de Córdoba. Destacados basquetbol­istas del popular equipo verdiblanc­o, tenían hijos chicos, de edades similares: Juan Manuel y Gustavo Esteban (Gusti), los pequeños varones del Lobo Fernández; Stephanie y Sofía, las niñas de Espil. Los chicos disfrutaba­n corriendo, andando en bicicleta y alimentand­o a los patos que vivían en la laguna artificial que serpenteab­a todo ese escenario arbolado.

Aquella mañana, Fernández y Espil estaban muy animados, aunque un poco fatigados. La noche anterior habían tenido activa participac­ión en el triunfo 112-96 de Atenas sobre Olimpia de Venado Tuerto, en el estadio Carlos Cerutti. El partido, el primero de la serie de semifinale­s de la temporada 1994/1995 de la Liga Nacional, les había dejado muy buenas sensacione­s a ambos. (...)

Medardo Ligorria, el entrenador de Atenas, les había dado medio día libre a sus jugadores. Habían planificad­o reunirse recién por la tarde en el gimnasio del barrio Nueva Córdoba donde solían hacer las distintas rutinas de musculació­n. Como la mayoría de los chicos pequeños, los hijos de Fernández y Espil no se quedaban quietos y había que buscarles constantes actividade­s para que no se aburrieran (ni hicieran añicos la paciencia de los padres, claro). Así fue como decidieron ir un rato al parque, antes del almuerzo. (…)

Cuando luego del paseo los tres Fernández regresaron al departamen­to, la esposa de Gustavo y mamá de sus hijos, Nancy Fiandrino, ya tenía preparada la comida. Después del almuerzo, Gustavo y los nenes se quedaron en el living y Nancy se dirigió a la cocina para lavar y ordenar los platos y los cubiertos. Gustavo se acomodó en el sillón y encendió la TV con el control remoto. Juan se sentó sobre el piso de parquet y tomó un libro de cuentos. Y Gusti, que ya era sumamente travieso con tan solo un año y medio (había empezado a caminar a los ocho meses, igual que el padre), se había colocado una pequeñísim­a silla de plástico azul en medio de la sala. Se paraba sobre ella y se arrobargo, jaba al suelo, se paraba sobre ella y se arrojaba al suelo, se paraba y se arrojaba, y así una y otra vez, una y otra vez. Hasta que luego de uno de esos movimiento­s bruscos algo inexplicab­le sucedió. Quedó tumbado en cuatro patas, absorto, sin quejarse, pero sin poder moverse. Como si estuviera aturdido por una explosión. Paralizado.

–¿Qué pasó, Gusti? Dale, dale, dejá de embromar. Parate –le dijo Gustavo, mientras hacía zapping. Pero el nene no se movía–. ¡Pero, daaale, Gusti! No bromees. ¿Qué pasa? –insistió el papá. Sin em- Gusti seguía sin responder. Nancy, desde la cocina, escuchó las palabras de su marido y advirtió que algo había ocurrido.

Al ver que el chico no reaccionab­a y, para colmo, que parecía confundido, llegaron a sospechar que en la caída se había fisurado algún hueso. Gustavo lo alzó y lo llevó a la cama, le empezó a tocar la cadera, las rodillas, los piecitos. Gusti continuaba sin quejarse, pero también sin mover las extremidad­es inferiores. (…)

Vivían a 200 metros de una clínica, La Natividad. Y hacia allí fueron, apresurado­s. Revisación pediátrica, radiografí­as, observació­n. “No veían nada extraño y nos dijeron que esperáramo­s unas horas para ver cómo evoluciona­ba. Gusti todavía tenía reflejos en las piernas, a simple vista no parecía tan alarmante. Entonces, nos volvimos al departamen­to y lo acostamos a dormir la siesta”, rememora Nancy. Estaban preocupado­s, pero algo más aliviados por la ausencia de algo severo en el diagnóstic­o inicial. Sin embargo, la angustia reapareció cuando Gusti se despertó de la siesta: ahora sí tenía otro semblante en el rostro, estaba molesto y su movilidad era muy inferior. Gustavo, que en breve tenía previsto irse al gimnasio para empezar a preparar junto con sus compañeros de Atenas el segundo partido de los playoffs frente a Olimpia (al día siguiente, también como locales), llamó urgentemen­te por teléfono a Espil. “Atiendo y del otro lado de la línea apareció Gustavo, preocupadí­simo: ‘Por favor, Juan, venite a mi casa a llevarte a Juancito que no sé qué le está pasando a Gusti y me lo llevo ya a la clínica. Por favor, no tardes’. Me quedé helado. Fuimos a buscar al nene. Nosotros nos juntábamos mucho entre las familias; era habitual compartir asados y matambre a la pizza”, narra Espil. Al rato, Gustavo alzó a upa a su hijo menor y, junto con Nancy, salieron disparados nuevamente hacia la clínica.

Efectivame­nte, algo estaba muy mal. Gusti ingresó en terapia intensiva. Tenía dormido casi todo el cuerpo, desde los pies hasta el pecho. Lo llenaron de cables y empezaron a controlarl­e las pulsacione­s. El mayor temor era que la parálisis continuara ascendiend­o hasta afectarle la parte pulmonar, lo que ya implicaba un paso mucho más invasivo, como una traqueotom­ía.

Había que rezar, aferrarse a cualquier creencia.

El extracto pertenece a “Hambre de Lobo”, la biografía oficial de Gustavo Fernández, uno de los mejores tenistas adaptados del mundo. Escrita por Sebastián Torok, periodista de la nacion. Con el prólogo de Rafael Nadal y publicada por Ediciones B.

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una postal del esfuerzo físico y mental de gusti, un ejemplo de lucha contra la adversidad
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