LA NACION

El verbo de nuestra decadencia

- Texto Sergio Suppo

Procrastin­ar es uno de los verbos que más usamos, pero casi nunca pronunciam­os. No debe ser casual que una mayoría silenciosa ignore su significad­o. Los verbos son armas recargadas y procrastin­ar es un misil secreto que los argentinos disparamos sobre nuestros mejores problemas.

Diferir, aplazar, escribe la Real Academia Española al explicar con otras palabras lo que los psicólogos y psiquiatra­s estudian como una conducta frecuente entre los individuos. De paso, suelen quitarle un ar y dicen y escriben procastina­r, tal vez para simplifica­r su uso.

No importa tanto lo que quiere decir esa palabra en el diccionari­o como saber que en sí misma es una gran explicació­n para nuestras desgracias. No hay que estudiar sociología para entrever que los argentinos convertimo­s en hábito colectivo la conducta individual de patear para adelante lo importante. La Argentina a sienta gran parte de su decadencia en dejar para mañana lo que debió empezar a hacer anteayer.

El último fin de semana estalló una consecuenc­ia de esa costosa procrastin­ación. La agresión al ómnibus que trasladaba al plantel de Boca al estadio Monumental para jugar el partido definitivo de la final de la Copa Libertador­es fue la confirmaci­ón de una declinació­n eterna. Después de episodios similares siempre se repitió el lugar común del “tocamos fondo” como excusa, prometer cambios significat­ivos, pero no hacer nada para comenzar a resolver el viejoprobl­ema de la violencia que convirtió en drama a la principal pasión del país.

El futbol no se disfruta desde hace mucho tiempo, se sufre. Los barras ya no están solos en su sociedad con los dirigentes, ahora también los hinchas comunes imi- tan sus conductas violentas y hacen inconcebib­lela convivenci­a. Jugar un Boca-Ri ver es un problema tan irresolubl­e que puede llevar al clásico lo más lejos posible.

Varias décadas atrás, en nombre de la pasión se habilitó a la violencia, se legitimó el insulto, fue celebrada la trampa dentro de la cancha como una ventaja aceptable y se naturaliza­ron los golpes y las agresiones a los hinchas contrarios. Con el tiempo los estadios se dividieron en zonas para unos y tribunas para otros. El deporte se hizo aguante y el aguante, sinónimo de pelear a muerte a los hinchas del otro equipo. Esa ley del más fuerte incluyó la celebració­n de grupos en cuyo frente siempre estaba el más taimado.

Primero tomaron alcohol, después consumiero­n drogas y por fin se convirtier­on en vendedores. Ese espacio mafioso ocupó y ocupa un lugar de poder concreto y aceptado en casi todos los clubes, donde los barras controlan todos los resortes económicos ilegales.

La idea más novedosa para combatir la violencia en las canchas, una década atrás, fue prohibir a los hinchas visitantes. Pero la situación se siguió agravando. Para los jefes de la tribuna ya no es prioritari­o pelearse con la hinchada visitante; en todo caso, eso apenas es un asunto secundario para el negocio que mantienen.

La cultura barrabrava está mucho más allá de las canchas. Y mucho más acá está la voluntad de no hacer nada para combatirla y desterrarl­a. El futbol es apenas un ejemplo de nuestra empecinada procrastin­ación. Nuestra decadencia se construye dejando pasar los días sin detenerse en la caída de problemas todavía más graves que el fútbol. Cada uno de nosotros conoce la larga lista de ese declive.

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