El verbo de nuestra decadencia
Procrastinar es uno de los verbos que más usamos, pero casi nunca pronunciamos. No debe ser casual que una mayoría silenciosa ignore su significado. Los verbos son armas recargadas y procrastinar es un misil secreto que los argentinos disparamos sobre nuestros mejores problemas.
Diferir, aplazar, escribe la Real Academia Española al explicar con otras palabras lo que los psicólogos y psiquiatras estudian como una conducta frecuente entre los individuos. De paso, suelen quitarle un ar y dicen y escriben procastinar, tal vez para simplificar su uso.
No importa tanto lo que quiere decir esa palabra en el diccionario como saber que en sí misma es una gran explicación para nuestras desgracias. No hay que estudiar sociología para entrever que los argentinos convertimos en hábito colectivo la conducta individual de patear para adelante lo importante. La Argentina a sienta gran parte de su decadencia en dejar para mañana lo que debió empezar a hacer anteayer.
El último fin de semana estalló una consecuencia de esa costosa procrastinación. La agresión al ómnibus que trasladaba al plantel de Boca al estadio Monumental para jugar el partido definitivo de la final de la Copa Libertadores fue la confirmación de una declinación eterna. Después de episodios similares siempre se repitió el lugar común del “tocamos fondo” como excusa, prometer cambios significativos, pero no hacer nada para comenzar a resolver el viejoproblema de la violencia que convirtió en drama a la principal pasión del país.
El futbol no se disfruta desde hace mucho tiempo, se sufre. Los barras ya no están solos en su sociedad con los dirigentes, ahora también los hinchas comunes imi- tan sus conductas violentas y hacen inconcebiblela convivencia. Jugar un Boca-Ri ver es un problema tan irresoluble que puede llevar al clásico lo más lejos posible.
Varias décadas atrás, en nombre de la pasión se habilitó a la violencia, se legitimó el insulto, fue celebrada la trampa dentro de la cancha como una ventaja aceptable y se naturalizaron los golpes y las agresiones a los hinchas contrarios. Con el tiempo los estadios se dividieron en zonas para unos y tribunas para otros. El deporte se hizo aguante y el aguante, sinónimo de pelear a muerte a los hinchas del otro equipo. Esa ley del más fuerte incluyó la celebración de grupos en cuyo frente siempre estaba el más taimado.
Primero tomaron alcohol, después consumieron drogas y por fin se convirtieron en vendedores. Ese espacio mafioso ocupó y ocupa un lugar de poder concreto y aceptado en casi todos los clubes, donde los barras controlan todos los resortes económicos ilegales.
La idea más novedosa para combatir la violencia en las canchas, una década atrás, fue prohibir a los hinchas visitantes. Pero la situación se siguió agravando. Para los jefes de la tribuna ya no es prioritario pelearse con la hinchada visitante; en todo caso, eso apenas es un asunto secundario para el negocio que mantienen.
La cultura barrabrava está mucho más allá de las canchas. Y mucho más acá está la voluntad de no hacer nada para combatirla y desterrarla. El futbol es apenas un ejemplo de nuestra empecinada procrastinación. Nuestra decadencia se construye dejando pasar los días sin detenerse en la caída de problemas todavía más graves que el fútbol. Cada uno de nosotros conoce la larga lista de ese declive.