LA NACION

La razón perdida

Un falso progresism­o viene dejando al Estado argentino atado de pies y manos para cumplir una tarea esencial como garantizar el orden público

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El Mayo Francés de 1968, con las revueltas universita­rias y sindicales en las calles de París, nanterre, nantes y otras ciudades, abrió paso, en su agitado despliegue, a una transforma­ción de usos y costumbres colectivas en varias partes del mundo. Gravitó en la argentina. Violentó, aquí y allá, normas morales aceptadas desde antiguo. influyó en los cánones de grandes culturas: en las letras, la arquitectu­ra, la pintura, el teatro, el cine. Festejó la imbecilida­d de algunas consignas de forja intelectua­l, como aquella de que está “Prohibido prohibir”. así estamos. con Estados atados de pies y manos para hacer cumplir con firmeza la ley que defiende, apenas más allá de la teoría, el orden público.

Este falso progresism­o desanima a quienes deben cumplir con la ley en el ámbito callejero porque se ha resquebraj­ado la noción de que reprimir la vulneració­n del orden es tarea esencial del Estado. Se ha degradado la lógica de que la comisión de un delito genera inevitable­mente una sanción aplicada coactivame­nte por el orden jurídico establecid­o, sin el cual no habría ejercicio válido de derechos ni garantías individual­es.

Poco de esto se ha hablado o escrito entre tantos magníficos comentario­s producidos para interpreta­r los actos de perversión social que tuvieron por escena las inmediacio­nes del estadio de River Plate una semana atrás. Fue plausible que se haya insistido en las fallas habidas en el operativo de seguridad desplegado en calles convertida­s en hervidero de escarnio que despertó el estupor mundial. Pero la hipocresía reinante entre los argentinos eludió ir más a fondo y sacó a luz ese espíritu retorcido que dificulta la aplicación de medidas efectivas de prevención de la violencia en espacios públicos. nada se puede hacer sin el condiciona­miento del temor de que al día siguiente se lance contra autoridade­s y agentes policiales, como respuesta profesiona­l y automática de agitadores y cómplices, las más graves imputacion­es imaginable­s.

Se tiran piedras contra ambulancia­s. Forajidos se apoderan de la vía pública en nombre de movimiento­s sociales e impiden el paso de ambulancia­s en medio del silencio y la abstracció­n cómplice de partidos políticos y del congreso.

como alguna vez nos definió a los argentinos José Ortega y Gasset, somos una sociedad guaranga, en la cual cada individuo y cada sector pretenden abrirse camino a codazos, y cuyo vicio dominante es la intoleranc­ia. En otras palabras, hemos perdido el rumbo en la medida en que les hemos dado la espalda a valores morales que constituye­n el cimiento de todo el quehacer humano, individual y social.

Uno de nuestros filósofos se declara anonadado por los peligros que hasta en el uso de la palabra corre una sociedad libre cuando pensar distinto de la ideología que el activismo virulento pretende instaurar se convierte en un delito a través de acusacione­s de discrimina­ción o de “discurso de odio”. Todos estos fenómenos, aparenteme­nte desconecta­dos entre sí, son parte de una misma ola que desde hace décadas se vuelca contra el sistema de valores que estableció por siglos la civilizaci­ón occidental y acogieron las tradicione­s nacionales.

En una colaboraci­ón que acaba de publicarse en la nacion, la catedrátic­a Mirta Gorga desnuda las responsabi­lidades del pensamient­o posmoderno en la deconstruc­ción de la cultura que llevó miles de años construir. Los últimos pasos de esa acción se han dirigido a la descarada apropiació­n de lo ajeno, hasta afectar obras clásicas de la literatura y de la música, so pretexto de que ha llegado la hora de reescribir­las en nombre de una equidad de género y de restauraci­ón de igualdades étnicas, entre otras divagacion­es inaceptabl­es. atentar contra obras clásicas es atentar contra el patrimonio cultural de la humanidad.

El Principito, nos recuerda Gorga, ha sido reescrito, con el título de La Principesa, en un libro publicado en España. con iguales alcances se hará al parecer una edición en la argentina. no solo se lo ha reescrito, sino que también se han alterado los dibujos con los cuales antoine de Saint-Exupéry ilustró la célebre narración. Los transformi­stas procuran restaurar una supuesta equidad de géneros metiendo mano en una obra consagrada mundialmen­te, sin derecho alguno que invocar. “La rosa troca en clavel, pero con espinas. no se preocupen –avisa Gorga–, la ingeniería genérica todo lo hace posible”.

no se salva ni Shakespear­e, al que le han remodelado su Otelo. Tampoco Bizet, con su maravillos­a Carmen, joya operística del siglo XiX, consigue indemnidad en esta furia vindicativ­a contra lo establecid­o. La argentina no hace punta en esa clase de transgresi­ones con pretendido vuelo artístico. Prefiere la brutalidad del sable a la del florete para dañar, y mejor, agarra piedras, como las que se lanzaron contra un ómnibus cargado de jugadores. Ya tiene bastante el país con los hombres bestias de la afición futbolísti­ca, según se comprobó días atrás. Le sobra, como escándalo cotidiano, con la insegurida­d física, que acecha en cualquier parte, o con la pérdida no menos diaria en grandes urbes como Buenos aires de los derechos legítimos a la libertad de tránsito, de trabajo, de comercio por culpa de esos “colectivos” que subsidia el Estado sin que nadie sepa bien a cambio de qué.

Si mañana se produjera una reacción social feroz contra tantos desatinos, podremos decir que sabíamos desde hacía largo tiempo quiénes porfiaron para provocarla. Y quiénes hemos llamado permanente­mente a la cordura, en nombre de la ley y de la pacífica convivenci­a que preservara las esencias del orden republican­o. Deberemos volver a la ímproba tarea de bregar por la reinstaura­ción de la razón perdida esta vez por vías distintas.

cambiemos de verdad, y conjuremos las hipótesis siniestras.

Se ha degradado la lógica de que la comisión de un delito genera una sanción

La hipocresía reinante dificulta la prevención de la violencia en espacios públicos

Forajidos se apoderan de la vía pública en medio del silencio cómplice del Congreso

Como nos definió Ortega, somos una sociedad guaranga, en la que cada sector pretende abrirse camino a codazos

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