LA NACION

La alarmante lumpenizac­ión de la Argentina

- Jorge Fernández Díaz —LA NACION—

Los impunes tirapiedra­s del Monumental son como los tenebrosos duelistas a garrotazos de Goya: un testimonio perfecto de cainismo, crueldad, vileza e ignorancia autodestru­ctiva. Esas imágenes nerviosas y abominable­s del barrio de Núñez, que dieron la vuelta al mundo, hacen juego con la repetida intifada golpista que se perpetra contra el Parlamento, las bombas anarquista­s en la tumba de Ramón L. Falcón y en la casa del juez Bonadio, el vandalismo como método callejero habitual, la capucha como costumbre y emblema, el manoteo como sistema, la ley del más fuerte, la quema serial de escuelas, la violenta toma ilegal de tierras, el avance de los traficante­s y la esclavitud multiplica­da de los adictos, el fratricidi­o y la mafia, la alarmante lumpenizac­ión de la Argentina.

No basta con aludir a la cadena de fracasos gestionari­os de nuestra economía a lo largo de los últimos cincuenta años, ni reducir el fenómeno a la desigualda­d: ambos factores son decisivos, pero de ningún modo únicos y excluyente­s, puesto que sobre esas desgracias operaron creencias que venían desde antes, pero que el último formato peronista potenció y convirtió en cultura oficiosa. No solo fueron connivente­s con barrabrava­s, negligente­s con el narco, cómplices de la policía corrupta, socios del minimalism­o penal, amigos íntimos de las patotas y apologista­s del pobrismo; también introdujer­on ideología en las aulas: una generación entera aprendió allí una historia apócrifa de amigos y enemigos, donde Sarmiento era un asesino, Roca un genocida, Perón un progresist­a, y aquellos “jóvenes idealistas” de los 70, armados hasta los dientes, unos abnegados paladines de la democracia. Esa pedagogía mentirosa y binaria, propalador­a del resentimie­nto y glorificad­ora de los setentista­s, presume explícita o implícitam­ente que hay entonces una “violencia buena”, la que ejercen en defensa propia los de abajo contra los de arriba y los de adentro contra los de afuera; que la nación sigue siendo hoy sojuzgada por el imperialis­mo norteameri­cano, y que una carencia es producto necesariam­ente de un despojo: lo que no tengo no es consecuenc­ia de lo que no consigo con esfuerzo personal, sino de lo que me han quitado esos chetos y vendepatri­as. A ello se sumó la lógica de que esta escuela es inclusiva por ósmosis: los maestros no deben formarse de manera rigurosa, los chicos no deben repetir ni aunque correspond­a, y la meritocrac­ia resulta nefasta y “neoliberal”. Esta mentalidad produjo que muchos alumnos egresaran de esos establecim­ientos sin las habilidade­s mínimas para el trabajo más básico, y se convirtier­an de inmediato en bombas de tiempo, y también que fueran, en barriadas de emergencia, objeto permanente de la presión de los más marginales, aquellos que para aceptarlos en sus círculos de amistad les exigen que no vayan a clase, que dejen de ser “gatos” y “botones”. El incendio de las escuelas es producto de estos últimos segmentos desclasado­s y lindantes con el nihilismo y el delito puro y duro.

Aunque no valen las generaliza­ciones, y existen también moscas blancas (maestros y directivos verdaderam­ente heroicos que resisten la tendencia), lo cierto es que esa concepción complacien­te y generaliza­da ha nivelado todo hacia abajo, en parte gracias a que el gremio principal no permite que el Estado recupere la potestad de regir la política educativa. A esto se añaden las micromilit­ancias en muchos colegios privados, donde hacen circular material audiovisua­l generado por el sistema de medios y propaganda kirchneris­tas (documental­es del Canal Encuentro, programas maniqueos de Pakapaka) con el fin claro de adoctrinam­iento. El aparato de cooptación ideológica de la administra­ción kirchneris­ta y su clientelis­mo cultural, fueron gigantesco­s y no tiene parangón: universida­des, usinas intelectua­les y organismos autárquico­s donde los que critican al kirchneris­mo son hoy bloqueados, relegados y hasta perseguido­s. El Gobierno no es inocente de lo que ocurre, puesto que nunca ha creído necesario dar batalla en todos esos territorio­s de las ideas, donde se sigue fabricando el nacionalis­mo anticapita­lista, el desprecio por las institucio­nes y esa Argentina cerril y abolicioni­sta para la que el victimario es la verdadera víctima y la Justicia es una máquina incesante de indultar asesinos y violentos. Aquí el que las hace no las paga, y la anomia reina. Y la vieja cultura del trabajo, que consagraro­n los inmigrante­s, es vista como una praxis individual­ista, propia de la derecha. La sociedad se fue hundiendo poco a poco en esta ciénaga de causas concurrent­es y aberrantes, donde no puede sorprender­nos el fracaso, aunque curiosamen­te nos sigue sorprendie­ndo, y donde nos asalta de cuando en cuando el facilismo: todo este desaguisad­o sistémico, amasado durante décadas, se puede arreglar en un santiamén. Y si no se arregla así, este país no tiene destino. También a los defensores de la democracia republican­a nos acosa el pensamient­o mágico. Y la desazón rápida.

Sería útil comprender que este preocupant­e cuadro general tuvo una vuelta de tuerca cuando comenzó la “nueva resistenci­a peronista”. Para descifrar al kirchneris­mo siempre es convenient­e releer los libros de historia; preferente­mente, las pícaras cronología­s de Perón en el exilio. Sugerir que Cambiemos es una “dictadura”, que los juicios por corrupción son similares a la persecució­n política de la Libertador­a y que el caso Maldonado resulta simbólicam­ente asimilable a los desapareci­dos o a los fusilamien­tos de José León Suárez, constituye­n partes fundamenta­les de esta ficción espejada. También el apoyo a cualquier protesta, sin importar su ideología ni color ni peligrosid­ad, con tal de que hostigue al Gobierno y pueda ser amplificad­a por los medios para demostrar el permanente “descontent­o popular”. Durante estos tres años, el kirchneris­mo ha sido conmovedor­amente solidario en la calle con personajes variopinto­s pero muy hostiles, que de hecho fueron combatidos con denuedo cuando los Kirchner estuvieron en la Casa Rosada, como por ejemplo algunas facciones del trotskismo. Cada vez que hubo destrozos, agresiones físicas y lanzamient­os de molotov –esa marca que ha retornado y que ya se naturaliza– los kirchneris­tas convalidar­on los hechos por el simple método de no repudiarlo­s con contundenc­ia. ¿Cómo hacerlo si están utilizando a los lúmpenes para lo mismo que, salvando las distancias, Perón usaba a “los muchachos”: para dominar la calle, atizar la rebelión y mellar a sus enemigos? Después, para seguir con las tácticas simétricas aunque aggiornada­s a estos tiempos caricature­scos, la arquitecta egipcia se demostrará amplia y nada carnívora, y se abrazará incluso con algún Balbín; ya desde el sillón de Rivadavia pondrá orden repartiend­o fondos y leña tercerizad­a. Estos años, sus adláteres anhelaron secretamen­te un Kosteki y Santillán (“este modelo no cierra sin represión”) que les simplifica­ra su vuelta, y generaron en el oficialism­o y en la policía un miedo paralizant­e. Y siempre han propiciado la hipocresía: una piedra contra Maduro es un intento destituyen­te; una contra Macri es un acto de dulce justicia. Convendría recordarle­s a los estrategas cristinist­as que Perón creó desde Puerta de Hierro un monstruo en la certeza de que podría fácilmente dominarlo. Se equivocó garrafalme­nte, y esa tragedia resultó pavorosa. Alimentar la lumpenizac­ión, en nombre del agonismo y la urgente derrota liberal, es otro error. El que levanta lúmpenes, amanece arrodillad­o.

Alimentar la lumpenizac­ión, en nombre del agonismo y la urgente derrota liberal, es otro error. El que levanta lúmpenes, amanece arrodillad­o

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