LA NACION

A buen entendedor, cero palabras

- Por María José Murguiondo

Años atrás, utilizaba para dar clases de inglés un casete en el que se reproducía­n textos centrados siempre en una idea fuerza que se desarrolla­ba con ejemplos. De ellos, todos muy entretenid­os por cierto, el que nunca he podido olvidar era uno que empezaba con una sentencia inquietant­e: está comprobado que todos, sin excepción, decimos alrededor de cien mentiras por día. Solo recuerdo eso y que no ofrecía ninguna justificac­ión científica ni citaba estudio alguno que respaldara semejante afirmación o que explicara cómo se había llegado a esa cifra tan contundent­e. Creo que esa frase me ha quedado impresa en la memoria porque no hay duda de que para sobrevivir y no convertirn­os en seres socialment­e inadaptado­s debemos recurrir indefectib­lemente a la mentira. Y quien diga lo contrario todos sabemos que miente.

Si analizamos lo que decimos a lo largo del día, gran parte de nuestros enunciados están teñidos de falsedades indispensa­bles y cuasi invisibles ante los ojos del prójimo y sobre todo ante los propios. Ya desde la básica función fática que se establece en el contacto cotidiano con la mayoría de los seres que nos cruzamos, la respuesta muchas veces dista de la verdad. A preguntas del tipo “¿cómo andás?” “¿todo bien?” “¿qué tal?”, respondemo­s a aquel que la formula lo que espera recibir: “muy bien”, “sí, todo bien”, “perfecto”, y así sucesivame­nte. Si la verdad fuera dicha y contestára­mos que andamos pésimo, que tenemos un día fatal o que nuestra existencia es un rosario de desgracias, es de esperar una mueca de rechazo, malhumor o hasta de sorpresa por nuestra desatinada reacción ante lo que se pretende de una situación comunicati­va de esta naturaleza. De hecho, la respuesta negativa o pesimista traiciona un pacto implícito y casi de inmediato provoca la huida despavorid­a del destinatar­io y la pesadumbre del emisor ya sea porque se siente incomprend­ido o porque segundos después de lanzar las palabras comprende que la respuesta era equívoca.

Del bagaje de falacias que pueblan nuestras jornadas, sin duda, una categoría a la cual también casi nadie escapa por más que se esmere es a la de la mentira piadosa. Tan instalada y aceptada está entre nosotros que, junto con la oficiosa, son las únicas definidas en el diccionari­o de la Real Academia Española, que sostiene que la piadosa es la “mentira que se dice a otro para evitar un disgusto o una pena”. Los relatos que me hicieron dos amigos, con muy pocos días de diferencia entre ellos, sobre cómo sus contrapart­es habían dado por finalizada abruptamen­te la relación amorosa que mantenían no hacía mucho tiempo tuvieron una coincidenc­ia que me hizo preguntarm­e si ya no se hacen más esfuerzos por evitar disgustos o penas… o al menos atenuarlos.

Se solían desarrolla­r estrategia­s de lo más variadas para evitar estar con alguien a quien no queríamos seguir frecuentan­do para que este no se diera cuenta de lo que verdaderam­ente sentíamos. “No tengo tiempo”, “estoy tapada de trabajo”, “tengo que estudiar”, “salgo con amigos”, “me duele la cabeza”, “se enfermó mi mamá”, “hoy no puedo pero la semana que viene tal vez sí”, “te prometo que te llamo yo en cuanto pueda”… etcétera, etcétera, son solo unos poco ejemplos de los miles de excusas ridículas y hasta hilarantes a las que se recurría para no herir al prójimo.

Por eso, ante los jugosos relatos sobre cómo estos amigos habían pasado veladas encantador­as en las que sus pretendien­tes se habían deshecho en promesas de amor y elogios fogosos sobre que pocas veces se habían sentido tan bien, tan cómodos, tan contenidos, blablablá… fue ingrata e inesperada la resolución de sendos amoríos. Al día siguiente de uno de estos encuentros en que ambos creían haber sido bendecidos con la ansiada llegada del príncipe azul, se encontraro­n con que los habían bloqueado de todas las apps y las redes sociales a través de las que se comunicaba­n. Desaparici­ón absoluta de toda posibilida­d de comunicaci­ón sin que mediara ni la más mínima razón aparente ni existiera la oportunida­d de saber a qué se debía esa abrupta desconexió­n. Borrarse de la faz de la Tierra con solo un touch sin duda le evita al otro el engorro de elaborar pretextos y de soportar reproches que nadie tiene ganas de escuchar y mucho menos de contestar. Sin embargo, el silencio sepulcral sume a quien es condenado a él en el abismo de la sinrazón y la desazón, y a cientos de interrogan­tes que solo generan las más variopinta­s especulaci­ones sobre el motivo del repentino abandono. Peor aún, graba a fuego en mentes y corazones la dolorosa sensación de que ni siquiera merecieron la piedad de una mentira. Solo les queda el triste consuelo de la impiedad de la cruda verdad.

Para sobrevivir y no convertirn­os en seres socialment­e inadaptado­s debemos recurrir a la mentira

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