Los cuadernos La corrupción, al desnudo
Anticipo del libro de Diego Cabot que cuenta los secretos de la investigación que, a partir de los apuntes de un chofer, dio inicio a una causa judicial histórica
Principios de abril de 2018. –Ustedes me van a traicionar. Yo sé que me van a traicionar.
–Vos también nos podés traicionar. En tu ADN está publicar, no guardar un secreto.
Siempre iba por la tarde a Comodoro Py, la sede de los tribunales federales. Llegaba después del horario de atención al público. Ese edificio de Retiro es un lugar despiadado, donde se respira como en ningún lado esa descomunal mezcla de indiferencia con el calor del derecho penal, el único que te puede llevar a perder la libertad.
Me anuncié y esperé. Al rato estaba sentado frente al Fiscal.
En Comodoro Py no hay diálogos apacibles. Más aún: creo que no hay diálogos. Hay testimonios, declaraciones, preguntas y, sobre todo, silencios. Los despachos no son muy grandes, un cuarto de lo que tendría cualquier empresario de una pyme. Allí había poca luz, un sillón y mobiliario de madera y cuero verde. En un rincón, sobre el ala que da al río, esa tarde negociaba de qué manera seguir con la investigación que ya llevaba tres meses en mis manos.
–Yo he dado muestras de que puedo guardar un secreto. Desde enero tengo esto en mi poder y no he publicado nada.
–No hay más remedio que confiar o dejar todo acá.
–Si me traicionan tengo el mejor de los libros. Será el relato de una traición.
–Nosotros también sabemos guardar un secreto. Ya te dije, o confiamos o todo se cae. Esto funciona en el más profundo silencio o no hay nada que hacer.
–No me lo diga a mí, que no he publicado una coma.
–…
–Lo voy a pensar, no es una decisión fácil, pero lo voy a pensar. También lo tengo que consultar con el diario.
Saludé y me fui. Todo era desconfianza. Un ajedrez en el que nadie sabía muy bien qué pieza era, los límites del tablero y cómo se debía mover.
Regresé a los pasillos desnudos de Comodoro Py. El edificio es un rectángulo enorme con la escalera y los ascensores en el medio del cajón. A la salida del hall, en cada piso se abre un corredor a cada lado. Eso es todo. A ese espacio dan todas las puertas de los juzgados, las cámaras y las fiscalías más poderosas del país. A veces hay unas pequeñas ventanas corredizas, como las de cualquier cocina de barrio. Adentro está la mesa de entradas, el único lugar de interrelación con los que estamos en el pasillo; los que atienden trabajan del otro lado. En Comodoro Py, los pasillos son el límite. Y solo una autorización “desde adentro” permite flanquear la puerta.
Desde ahí adentro venía yo: del otro lado, del lugar donde el poder judicial –así, en minúscula– se agazapa para salir cuando alguien lo prefiere. No siempre.
Caminé por ese corredor sin alma y llegué a los ascensores centrales. ¿Qué cosa me sucedía para querer pasar del otro lado?
Llegué a la planta baja y, como siempre, detuve la vista en un escáner igual al de los aeropuertos, ubicado en una de las puertas. No andaba. Entrar y salir de ese edificio es más fácil que hacerlo en cualquier consorcio de la ciudad de Buenos Aires donde, al menos, alguien debe autorizar el ingreso. Ese día en las escalinatas estaba el exvicepre- sidente Amado Boudou con sus abogados; todos sonreían.
No era la primera vez que me encontraba con el Fiscal; tampoco sería la última. El 21 de marzo de 2018 habíamos tenido un primer contacto. 18.21: Tengo algo que contarte De Baratta / 18.22: importante 18.21 : Dime
18.22: Solos. Donde quieras pero solos 18.22: Decime donde y voy 18.22: Mañana te digo y arreglamos para el viernes / 18.23: Es una documentación que me hice 18.23: ok 18.23: Es largo y complejo 18.23: Buenísimo / 18.23: Mañana creo q tengo bien la tarde 25 de marzo de 2018 :
19.03: Diego mañana nos vemos? 19.10: Dale! 19.11 : Temprano en Selquet? 19.21 : Decime hora 19.34 : 8.30? 19.37: No puede ser un poco más tarde?
19.37: 10?
19.37: Ahi esta mejor
A las diez de la mañana llegué a Selquet, un bar de Palermo, mitad punto de encuentro mitad vidriera. Me senté en un box que da a la ventana de la calle La Pampa. En la otra parte de ese bar, las cortinas que dan a la transitada avenida Figueroa Alcorta estaban cerradas; el sol aún era potente recién comenzado el otoño. Había ido con mi mochila y algunas copias de los cuadernos.
El Fiscal llegó puntual. Es un hombre de hablar justo y mirar fijo. Contenedor, eso sí. Por esos días, Roberto Baratta, aquel poderoso exfuncionario, un taxista y vendedor de quiniela que con el paso del kirchnerismo había logrado llegar al segundo de los despachos más importantes del poderoso Ministerio de Planificación Federal, había sido liberado después de su paso por la cárcel en una causa que investigaba el Fiscal. El funcionario judicial preparaba su apelación y estaba sobre los movimientos del exfuncionario, revitalizado después de salir de prisión.
Como siempre suceden esas conversaciones, empezamos por generalidades. Pero el Fiscal, siempre de saco algo desvencijado, sin corbata y con barba de un par de días, no estaba ahí para escuchar mi opinión o para repasar la actualidad política del país, que, por otra parte, él conocía mejor que nadie. A poco de hablar le adelanté una parte de todo lo que tenía, como hacía con los pocos a los que había puesto al tanto de la revelación.
–Tengo la posibilidad de conseguir unos papeles que muestran cómo fue el recorrido que los funcionarios de Julio De Vido hicieron en busca de bolsos con la plata –le dije.
El Fiscal siempre parece como distraído, atento a todo lo que pasa alrededor y, a su vez, a nada de lo que sucede más allá de lo que él piensa en ese momento. Es como un hombre de atención múltiple. Pero en ese instante, sus ojos enfocaron fuerte y, como si se tratara del desenlace de una película, se dispuso a escuchar atento.
–Un chofer de Baratta escribió durante años todos los viajes que hizo para su jefe. Tomó registro de cada movimiento. Hay nombres, impor-
Estábamos en un ajedrez en el que nadie sabía muy bien qué pieza era y cómo moverse
tes, direcciones, dominios de autos, empresas, empresarios, diálogos y muchos montos.
–¿Y qué tenés?
A un costado de la silla, saqué un fajo de fotocopias de un par de cuadernos de mi mochila negra, la que me acompañó todo el año.
El Fiscal había abandonado todos los otros motivos que lo pudieran distraer. Fijó sus ojos claros en las copias que le di y empezó a leer en silencio. Pasó varias hojas y no se detuvo en nada en particular. En un momento, levantó la vista.
–¿Vos tenés idea de lo que es esto? –me preguntó con una mezcla de incredulidad y sorpresa.
–Sí, claro. Sé que es algo que jamás voy a volver a tener en mis manos y que jamás se va a repetir. También sé los recaudos que tengo que tomar para publicar; involucra a mucha gente.
–¿Qué vas a hacer con esto? –Te puedo contar lo que hice; lo que voy a hacer no lo tengo claro. Los tengo desde enero, estamos a marzo y no publiqué una coma del tema. –¿Sabés si esto es verdad? –Trabajé durante meses con dos periodistas en silencio. Nadie sabe nada, o mejor dicho, muy pocos. Estuve chequeando todo lo que pude. Recorrí lugares, registros, me junté con gente. Es todo verdad, estoy convencido.
–¿Cuánto hace que lo tenés exactamente?
–Desde enero. –¿Confiás en tu fuente?
–Sí, confío.
–¿Se puede saber quién es? –Prefiero no dar su nombre, al menos por ahora. No te voy a contar quién es. Lo que te puedo decir es que laburé meses con poca gente, no publicamos nada y es todo verdad. Me junté con empresarios que estaban mencionados, los apuré un poco y les cambiaba la cara. Te digo que es verdad.
–¿Lo vas a publicar?
–No por ahora. Siento que si lo hago le pongo precio al chofer que los escribió. ¿Qué harías si fueras el abogado de los empresarios o de los exfuncionarios implicados si ves esta nota escrita el domingo en la nacion?
–Sí, le ponés precio. O lo mandan a vivir afuera con millones de dólares y no lo ves nunca más, o lo matan.
–Por eso. Y yo quedo como un pelotudo publicando algo que el chofer nunca reconocerá. Me lleno de juicios y lo lleno al diario. No lo puedo publicar así.
–¿Dónde están los originales? Le relaté entonces cómo los había obtenido y qué era lo que sucedía en esos días. El Fiscal terminaba una apelación a la decisión de un juez de haber liberado a Baratta, el jefe del chofer escribiente. Justamente esa resolución a la que como acusador se oponía también había impactado fuerte en mi investigación.
–El chofer nunca se enteró de que mi fuente me los dio a mí. Yo tuve los originales mucho tiempo. Pero los tuve que devolver porque cuando Baratta salió de la cárcel, todo ese entorno se revolucionó. No los tengo más, los tuve que devolver. –¿Hablaste con el chofer? –No, nunca. No lo conozco. –¿Intentaste hablar con él? –A través de mi fuente traté de convencerlo de que me contara todo, de que asuma que escribió esos cuadernos. Con su testimonio los podría haber publicado. Pero no pude, no llegué a plantearlo. Le pedí a mi fuente que hiciera la gestión; yo no conozco a Centeno. Dice que lo intentó aunque jamás le dijo que me había pasado los cuadernos. Pero la verdad es que nunca se pudo dar.
El Fiscal había terminado una batería de preguntas. Nada hacía presumir que hubiera creído mis respuestas. Básicamente, las dudas estaban en la veracidad del relato y en la forma que me había llegado aquella caja con los cuadernos. Lo podía entender, eran las mismas que tenía yo al inicio.
La primera la despejé con trabajo e investigación; la segunda era distinta. Conocía perfectamente el camino que había recorrido aquella documentación. Pero no estaba dispuesto a contarle todo. Para ese momento, en aquel bar-vidriera del poder en pleno barrio de Palermo, eso era todo lo que podía ofrecer. O mejor, la única carta que estaba dispuesto a jugar. La desconfianza era mutua.
–No me vas a joder y salir a contar esto –le dije. No me contestó. Levantó la vista y me la incrustó en los ojos, no mucho más. Siguió con la pregunta del inicio.
–¿Qué vas a hacer con esto? –Estoy pensando que una opción es judicializarlo. Yo creo que esto que tengo entre manos es la descripción más brutal de la corrupción en la Argentina. No hay otro documento más impresionante de lo que sucedió. Se afanaron todo, te juro que no podés creer la doble moral tan bestialmente expuesta. Es la historia negra, la vida paralela de exfuncionarios y empresarios que nos mintieron descaradamente. Yo conozco personalmente a la mayoría, he cubierto como periodista este mundo. Me mintieron en la cara durante años; te sentís un miserable al leerlo. Si tengo todo esto, si puedo demostrar esta mierda estoy convencido de que el camino tiene que ser otro que una publicación en
la nacion. En esta voy por todo. Creo que si se hace una investigación seria se puede dar un golpe enorme a la corrupción.
–¿Hasta dónde llega la trama? –Te lo explico así: el auto que llevaba a Baratta, el que manejaba Centeno, recorría las empresas constructoras y energéticas más grandes. Por lo que surge de las anotaciones, los recorridos ya estaban preasignados, no llegaban de visita, alguien ya había arreglado anteriormente. El dinero que recolectaban lo llevaban a dos lugares mientras Néstor estaba vivo: a la Quinta de Olivos, donde el dinero era entregado al expresidente, o al departamento de los Kirchner, el que tienen en la calle Juncal, donde los recibía el secretario Daniel Muñoz. Cuando muere Kirchner el dinero va a la Casa Rosada, la vienen a buscar autos de la Presidencia o de la Jefatura de Gabinete. Se creían impunes; llega a lo más alto del poder. –El Fiscal es, ante todo, un hombre que sabe escuchar. No me interrumpió–. Te resumo, a lo más alto del poder empresario y a gran parte del kirchnerismo.
–El camino judicial sería que lo presentes vos, que declares.
–Sí, eso es lo que estaba analizando.
–Te tengo que hacer una advertencia.
–¿Cuál?
–Si vamos a ir contra el poder, tenés que saber una cosa. Una cosa importante. Al principio va a haber gente que te va a felicitar, que te va a palmear la espalda. Pero tenés que tener claro una cosa: en seis meses estás solo, se fueron todos y quedamos pocos. En un tiempo, cuando todo empiece a temblar, te van a acompañar pocos.
Guardé los papeles y le prometí que lo iba a pensar. Desde entonces convivo con las palmadas y la soledad.