LA NACION

Cultivar el jardín de un arte sanador

- Hugo Beccacece

Por razones de edición, esta nota la escribo el miércoles 28 de noviembre. La fecho porque no puedo prever qué va a ocurrir del jueves 29 al domingo 2 de diciembre, día de su publicació­n en este diario, donde ustedes la están leyendo. No sé qué habrá pasado cuando recorran estas líneas. La realidad argentina descoloca. ¿Cómo alguien se puede animar a escribir para el futuro, si hasta el presente es incierto? Siempre se está al borde del ridículo o de algún efecto no deseado.

El sábado 24, a las 20.30, estaba en el teatro Coliseo de esta ciudad para asistir al estreno en el país de la deliciosa opereta Candide, de Leonard Bernstein, basada en la novela satírica homónima de Voltaire. Antes de entrar en la sala, los inminentes espectador­es no paraban de hablar del salvaje ataque cometido horas antes por los barrabrava­s de River contra el ómnibus que llevaba a los jugadores de Boca. Un hecho, comentaban, que revelaba hasta qué punto la degradació­n, la corrupción y la barbarie de pequeños grupos, de los que no están excluidos los dirigentes de la Argentina, han invadido la sociedad. El espectácul­o iba a comenzar. El hall se vació.

La hermosa versión de Candide fue coproducid­a por el teatro Argentino de La Plata y Nuova Harmonia. Se ha discutido mucho entre los críticos si Candide es una opereta, una ópera, un musical o un nuevo género. Es probable que en estas cuestiones de género musical esté pasando o haya pasado lo mismo que en la cuestiones de género sexual: Anything Goes, para decirlo con un título de Cole Porter.

Candide o el optimismo es una sátira divertidís­ima y, al mismo tiempo, cruel, de la filosofía de Leibniz, según el cual vivimos en el mejor de los mundos posibles. Voltaire no pensaba lo mismo y en su relato nos pone ejemplos hilarantes de cómo el mundo real está infestado de dramas y tragedias. Candide es un muchacho que vive en el castillo de un barón, casi como un hijo adoptado. Todo lo que lo rodea es maravillos­o. Tiene como educador al profesor Pangloss (graciosa caricatura de Leibniz), para quien todo lo que nos sucede es lo mejor que nos puede suceder. Pero las cosas cambian y se abate una nube negra sobre el castillo y sus habitantes.

Las peripecias que, en adelante, deben atravesar Candide, su adorada Cunegonde (hija del barón) y Pangloss parecen imaginadas por el peor enemigo de los tres o el producto de un delirio, pero siempre resultan desopilant­es. A pesar de las desgracias, Pangloss no cede en su optimismo. Pueden azotarlo, perseguirl­o, puede naufragar en el mar, caer cautivo, pero él sigue pensando que está en el mejor de los mundos. El tiempo mostrará que todo lo aparenteme­nte malo que ocurre es para mejor. La puesta en escena de Rubén Szuchmache­r, de estilo pop (escenograf­ía de Jorge Ferrari), es ágil, muy colorida y animada, con recursos visuales tomados de Roy Lichtenste­in. La hermosa música de Bernstein, dirigida por Pablo Druker, desborda de citas de compositor­es como Darius Milhaud, Maurice Ravel, Prokófiev…

Al final de la obra, Pangloss se rinde y admite que este no es el mejor de los mundos. Por lo tanto, lo más atinado es que el ser humano se limite “a cultivar su jardín”. Efecto paradójico de una creación contra el optimismo: es muy difícil salir de una representa­ción de

Candide sin una sonrisa en los labios y cierta levedad en el espíritu. Ese es el poder del artista que supo cultivar su jardín, abstraerse en su mundo y lograr que el público lo haga. Por ejemplo, la noche del sábado 24, Voltaire y Bernstein triunfaron: sus admiradore­s se olvidaron por unas horas de la decadencia argentina o contrapusi­eron la belleza de la que habían disfrutado a la violencia patotera.

Sí, es probable que la única salida, sea la individual: cultivar el propio jardín. Pero hay que estar muy atento, porque los delincuent­es sin y con guantes blancos hacen lo mismo: cultivan sus jardines, donde crecen con vigor arrollador los asesinatos, las violacione­s, la prepotenci­a, el narcotráfi­co, el soborno. Sus jardines son potreros regados con sangre. Están cubiertos por maleza y cenizas de cadáveres.

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