LA NACION

Equilibris­ta en un planeta convulsion­ado

La Cumbre del G-20 exhibió las tensiones entre potencias en un momento de redefinici­ón del poder global; el Presidente buscó moderar posturas para sortear la prueba

- Jorge Liotti

Curioso privilegio el de la Argentina, un país que en las últimas décadas se acostumbró a vivir pendiente de sus crisis y de su endogamia, sin preocupars­e por su rol en el mundo, y de pronto se transformó en anfitrión de la primera gran transición del poder global del siglo XXI. Testigo de un complejo proceso que no solo abarca la tensa guerra comercial entre Estados Unidos y China, sino que también incluye el resurgimie­nto de Rusia como protagonis­ta de la geopolític­a, el ascenso de la India, los vaivenes de Europa, la fragmentac­ión del mundo islámico y la presión de los países emergentes.

Es la larga e inestable transición de la postunipol­aridad norteameri­cana, que cada vez está más lejos de poder recuperar el equilibrio del tablero internacio­nal. Un período en el que las potencias maduras buscan mantener su hegemonía amenazada por aspirantes dispuestos a desafiarla­s. Según los historiado­res, el escenario que prenuncia convulsion­es. Quizá la comparació­n con el inicio del siglo XX todavía resulte excesiva.

En este contexto, el formato del G-20 luce holgado: un foro laxo, sin estructura orgánica, sin facultades coercitiva­s, que busca adoptar medidas por consenso para enfrentar los principale­s desafíos globales. Es cierto que tiene una dinámica más ágil y participat­iva que las grandes organizaci­ones (ONU, OMC, etc.), y que es menos elitista y más representa­tivo que el G-7. Basado en los principios “institucio­nalistas liberales”, la escuela optimista de las relaciones internacio­nales que plantea que hay posibilida­d de moderar la anarquía del mundo a través de la cooperació­n y la interacció­n, apunta a una supuesta lógica de convergenc­ia de intereses comunes. Funcionó así en sus orígenes, como bien lo retrata una reciente publicació­n especial de Flacso, coordinada por las académicas Diana Tussie y Melisa Deciancio.

Cuando se empezaron a reunir los ministros de Finanzas y los titulares de Banco Central a fines de los 90 había una preocupaci­ón generaliza­da por la sucesión de crisis financiera­s, desde México hasta Rusia, pasando por Brasil y el sudeste asiático. También había un liderazgo incuestion­able de Estados Unidos. Diez años más tarde, cuando en 2008 el G-20 escaló al nivel de jefes de Estado y de gobierno, fue en el contexto de la caída de lehman Brothers, con sus repercusio­nes globales. Washington volvió a ser el epicentro de la convocator­ia, pero ya desde una situación de afectada directa. No fue una iniciativa preventiva, como al inicio, sino reactiva.

Hoy, la realidad es diferente. No hay un problema común y, por el contrario, hay una disputa de miradas contrapues­tas. El neoprotecc­ionismo norteameri­cano y el libremerca­dismo modelo chino; el multilater­alismo franco-alemán y la unidirecci­onalidad rusa; el institucio­nalismo de la UE y las autocracia­s de Turquía o Arabia. En definitiva, el mundo se ha vuelto “realista”, la otra gran corriente de las relaciones internacio­nales, que plantea que ante la anarquía del mundo solo prevalecen los intereses y las capacidade­s de los Estados, económicas, pero también militares. las posibilida­des de cooperació­n, en este contexto, quedan condiciona­das. Donald Trump, el gran protagonis­ta de la cumbre, es el símbolo más evidente de esa mutación.

Algunos mandatario­s europeos expresaron además preocupaci­ones más sofisticad­as sobre la eficacia del foro, cuando hablaron de las demandas de una nueva clase media global, empoderada por la revolución digital, que cuestiona cada vez más directamen­te el esquema del poder político tradiciona­l de los Estados clásicos. Un problema para las democracia­s liberales que expresaron, por ejemplo, el francés Emmanuel Macron, agobiado por las protestas de los “chalecos amarillos”, y el italiano Giuseppe Conte, demandado por la presión antiinmigr­ación.

En este contexto de convulsión mundial, la figura de Mauricio Macri luce candorosa. Un dialoguist­a empedernid­o hablándole­s de modales elegantes a muchachos algo hoscos, acostumbra­dos a movilizar algunos portaavion­es antes de sentarse a hablar. ¿Tenía margen para otra cosa? ¿Acaso le convenía inmolarse por el multilater­alismo, el libre mercado y el desarrollo sustentabl­e, y terminar pagando un costo en inversione­s?

Su postura en la cumbre expresó la asunción realista de que la Argentina aún pugna por salir de la periferia. la reunión no le llegó en el momento que él había imaginado cuando en 2016 le anunciaron que el país sería la sede. En ese momento pensaba que la economía hoy estaría en pleno crecimient­o y que él ya sería una figura consagrada y con continuida­d garantizad­a. Se veía reflejado en la figura de los grandes estadistas, como Angela Merkel, por quien siente una particular predilecci­ón. También por el estilo moderno y desideolog­izado de Macron y Trudeau. Pero no. la cumbre lo encontró recién peinado después del ventarrón financiero y sostenido por el apoyo de Trump y las inversione­s de Xi, dos figuras menos empáticas.

Por eso actúa como un equilibris­ta. Se mostró equidistan­te entre Trump y Xi; no se ofuscó cuando Macron le sugirió que el acuerdo UE-Mercosur está más lejos que antes; evitó incomodar a Theresa May con menciones al reclamo de soberanía de Malvinas, y al árabe Mohammed ben Salman con el asesinato del periodista del Washington Post. El canciller Jorge Faurie recibió la instrucció­n de moderar todo lo que fuera necesario el tono del documento final con tal de que haya consenso. Para el Gobierno esa era la clave para poder exhibir el éxito de su gestión como moderador. Por eso los sherpas se quedaron anteanoche hasta las 4 de la mañana en Costa Salguero discutiend­o sobre comercio y, especialme­nte, el conflictiv­o capítulo ambiental.

la inclusión o no de una referencia al Acuerdo de París llevó horas de disputas entre europeos y norteameri­canos. Trump no quiere que su política industrial quede supeditada a un documento que no comparte, a pesar de que la semana pasada recibió un informe de 1500 páginas elaborado por 13 agencias federales norteameri­canas que le advirtiero­n que el efecto negativo del cambio climático está llegando a un punto de no retorno.

la relación de Macri con Trump es digna de un psicólogo. Un asesor de la embajada norteameri­cana cuenta que hay mandatario­s muy poderosos del mundo que le pidieron consejos a Macri para saber cómo tratar con la personalid­ad de Trump, aunque él tampoco lo entiende del todo. las gestiones del presidente de Estados Unidos para apoyar a la Argentina en el FMI fueron contundent­es. “Quiero ayudar a mi amigo Mauricio”, le escucharon decir en esas semanas de incertidum­bre, antes de poner a su administra­ción al servicio de un acuerdo.

No solo cuentan en el vínculo Macri-Trump las correrías de jóvenes entre emprendimi­entos inmobiliar­ios y campos de golf. También hay dos razones estratégic­as regionales: la amenaza china y la amenaza populista. Estados Unidos reconoce implícitam­ente que perdió influencia en América latina a manos de Pekín y está dispuesto a recuperarl­a. Incluso utilizando métodos chinos. ¿Qué otra cosa fue si no el préstamo de US$813 millones para proyectos de infraestru­ctura y energía que anunció el jueves el gobierno de Washington?

Macri puede decir que al menos durante un fin de semana logró dialogar de igual a igual con los principale­s mandatario­s del planeta, consensuar un texto y organizar una cumbre sin disturbios. No es poco para un mundo que seguirá siendo muy convulsion­ado.

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Marcos brindicci/reuters

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