Equilibrista en un planeta convulsionado
La Cumbre del G-20 exhibió las tensiones entre potencias en un momento de redefinición del poder global; el Presidente buscó moderar posturas para sortear la prueba
Curioso privilegio el de la Argentina, un país que en las últimas décadas se acostumbró a vivir pendiente de sus crisis y de su endogamia, sin preocuparse por su rol en el mundo, y de pronto se transformó en anfitrión de la primera gran transición del poder global del siglo XXI. Testigo de un complejo proceso que no solo abarca la tensa guerra comercial entre Estados Unidos y China, sino que también incluye el resurgimiento de Rusia como protagonista de la geopolítica, el ascenso de la India, los vaivenes de Europa, la fragmentación del mundo islámico y la presión de los países emergentes.
Es la larga e inestable transición de la postunipolaridad norteamericana, que cada vez está más lejos de poder recuperar el equilibrio del tablero internacional. Un período en el que las potencias maduras buscan mantener su hegemonía amenazada por aspirantes dispuestos a desafiarlas. Según los historiadores, el escenario que prenuncia convulsiones. Quizá la comparación con el inicio del siglo XX todavía resulte excesiva.
En este contexto, el formato del G-20 luce holgado: un foro laxo, sin estructura orgánica, sin facultades coercitivas, que busca adoptar medidas por consenso para enfrentar los principales desafíos globales. Es cierto que tiene una dinámica más ágil y participativa que las grandes organizaciones (ONU, OMC, etc.), y que es menos elitista y más representativo que el G-7. Basado en los principios “institucionalistas liberales”, la escuela optimista de las relaciones internacionales que plantea que hay posibilidad de moderar la anarquía del mundo a través de la cooperación y la interacción, apunta a una supuesta lógica de convergencia de intereses comunes. Funcionó así en sus orígenes, como bien lo retrata una reciente publicación especial de Flacso, coordinada por las académicas Diana Tussie y Melisa Deciancio.
Cuando se empezaron a reunir los ministros de Finanzas y los titulares de Banco Central a fines de los 90 había una preocupación generalizada por la sucesión de crisis financieras, desde México hasta Rusia, pasando por Brasil y el sudeste asiático. También había un liderazgo incuestionable de Estados Unidos. Diez años más tarde, cuando en 2008 el G-20 escaló al nivel de jefes de Estado y de gobierno, fue en el contexto de la caída de lehman Brothers, con sus repercusiones globales. Washington volvió a ser el epicentro de la convocatoria, pero ya desde una situación de afectada directa. No fue una iniciativa preventiva, como al inicio, sino reactiva.
Hoy, la realidad es diferente. No hay un problema común y, por el contrario, hay una disputa de miradas contrapuestas. El neoproteccionismo norteamericano y el libremercadismo modelo chino; el multilateralismo franco-alemán y la unidireccionalidad rusa; el institucionalismo de la UE y las autocracias de Turquía o Arabia. En definitiva, el mundo se ha vuelto “realista”, la otra gran corriente de las relaciones internacionales, que plantea que ante la anarquía del mundo solo prevalecen los intereses y las capacidades de los Estados, económicas, pero también militares. las posibilidades de cooperación, en este contexto, quedan condicionadas. Donald Trump, el gran protagonista de la cumbre, es el símbolo más evidente de esa mutación.
Algunos mandatarios europeos expresaron además preocupaciones más sofisticadas sobre la eficacia del foro, cuando hablaron de las demandas de una nueva clase media global, empoderada por la revolución digital, que cuestiona cada vez más directamente el esquema del poder político tradicional de los Estados clásicos. Un problema para las democracias liberales que expresaron, por ejemplo, el francés Emmanuel Macron, agobiado por las protestas de los “chalecos amarillos”, y el italiano Giuseppe Conte, demandado por la presión antiinmigración.
En este contexto de convulsión mundial, la figura de Mauricio Macri luce candorosa. Un dialoguista empedernido hablándoles de modales elegantes a muchachos algo hoscos, acostumbrados a movilizar algunos portaaviones antes de sentarse a hablar. ¿Tenía margen para otra cosa? ¿Acaso le convenía inmolarse por el multilateralismo, el libre mercado y el desarrollo sustentable, y terminar pagando un costo en inversiones?
Su postura en la cumbre expresó la asunción realista de que la Argentina aún pugna por salir de la periferia. la reunión no le llegó en el momento que él había imaginado cuando en 2016 le anunciaron que el país sería la sede. En ese momento pensaba que la economía hoy estaría en pleno crecimiento y que él ya sería una figura consagrada y con continuidad garantizada. Se veía reflejado en la figura de los grandes estadistas, como Angela Merkel, por quien siente una particular predilección. También por el estilo moderno y desideologizado de Macron y Trudeau. Pero no. la cumbre lo encontró recién peinado después del ventarrón financiero y sostenido por el apoyo de Trump y las inversiones de Xi, dos figuras menos empáticas.
Por eso actúa como un equilibrista. Se mostró equidistante entre Trump y Xi; no se ofuscó cuando Macron le sugirió que el acuerdo UE-Mercosur está más lejos que antes; evitó incomodar a Theresa May con menciones al reclamo de soberanía de Malvinas, y al árabe Mohammed ben Salman con el asesinato del periodista del Washington Post. El canciller Jorge Faurie recibió la instrucción de moderar todo lo que fuera necesario el tono del documento final con tal de que haya consenso. Para el Gobierno esa era la clave para poder exhibir el éxito de su gestión como moderador. Por eso los sherpas se quedaron anteanoche hasta las 4 de la mañana en Costa Salguero discutiendo sobre comercio y, especialmente, el conflictivo capítulo ambiental.
la inclusión o no de una referencia al Acuerdo de París llevó horas de disputas entre europeos y norteamericanos. Trump no quiere que su política industrial quede supeditada a un documento que no comparte, a pesar de que la semana pasada recibió un informe de 1500 páginas elaborado por 13 agencias federales norteamericanas que le advirtieron que el efecto negativo del cambio climático está llegando a un punto de no retorno.
la relación de Macri con Trump es digna de un psicólogo. Un asesor de la embajada norteamericana cuenta que hay mandatarios muy poderosos del mundo que le pidieron consejos a Macri para saber cómo tratar con la personalidad de Trump, aunque él tampoco lo entiende del todo. las gestiones del presidente de Estados Unidos para apoyar a la Argentina en el FMI fueron contundentes. “Quiero ayudar a mi amigo Mauricio”, le escucharon decir en esas semanas de incertidumbre, antes de poner a su administración al servicio de un acuerdo.
No solo cuentan en el vínculo Macri-Trump las correrías de jóvenes entre emprendimientos inmobiliarios y campos de golf. También hay dos razones estratégicas regionales: la amenaza china y la amenaza populista. Estados Unidos reconoce implícitamente que perdió influencia en América latina a manos de Pekín y está dispuesto a recuperarla. Incluso utilizando métodos chinos. ¿Qué otra cosa fue si no el préstamo de US$813 millones para proyectos de infraestructura y energía que anunció el jueves el gobierno de Washington?
Macri puede decir que al menos durante un fin de semana logró dialogar de igual a igual con los principales mandatarios del planeta, consensuar un texto y organizar una cumbre sin disturbios. No es poco para un mundo que seguirá siendo muy convulsionado.