LA NACION

El desafío en la calle, un componente arraigado en el ADN francés

Desde 1789, Francia mantiene una tradición de movilizaci­ón colectiva, a veces con actos violentos

- Loïc Vennin AGENCIA AFP

PARÍS.– Salir a las calles para desafiar al poder es una “tradición” muy francesa que no siempre degenera en violencia. Sin embargo, las escenas de caos y enfrentami­ento, como las que estallaron en París el fin de semana, son cada vez más frecuentes.

Augustin Terlinden, un belga de 33 años, corría por la avenida Foch, uno de los barrios más elegantes de la capital francesa, cuando se encontró frente a vehículos en llamas y barricadas. “Veo que la tradición revolucion­aria sigue siendo muy fuerte en Francia”, dijo con una sonrisa, antes de huir despavorid­o envuelto en una nube de gases lacrimógen­os.

Unos 8000 manifestan­tes en París, más de 10.000 granadas disparadas por la policía, 133 heridos y 412 detenidos... La manifestac­ión de los “chalecos amarillos”, aquellos franceses que protestan contra la política social y fiscal del gobierno de Emmanuel Macron, estuvo marcada por una “violencia extrema y sin precedente”, reconoció al día siguiente el prefecto de la policía de París, Michel Delpuech.

“Parísenlla­mas”,alertabala­prensa extranjera, que vio en las escenas de guerrilla urbana una confirmaci­ón de que la rebelión hace parte del ADN de Francia, “ese país siempre tentado por la violencia”, según escribió el diario suizo Le Temps.

Pero para Michel Pigenet, profesor de Historia de la Universida­d de París 1 Panthéon-Sorbonne, esto no es cierto. “Las manifestac­iones violentas no son una tradición francesa. Se ven también en Gran Bretaña, Alemania e Italia”, afirma este especialis­ta en movimiento­s sociales. “Pero lo que sí es cierto es que en Francia hay una tradición de movilizaci­ón colectiva”, estrechame­nte ligada a la historia del país, comenzando con la sangrienta revolución de 1789, en la que rodaron cabezas, explica.

“En Francia, la revolución tranquila no es algo que funcione (...). Hay una idea de que cuando el pueblo manifiesta hay que escucharlo, de lo contrario, la situación puede degenerar”, abunda Pigenet.

El historiado­r recuerda que la Constituci­ón de 1793 había establecid­o el “derecho a la insurrecci­ón, cuando el gobierno no escucha al pueblo”. “La idea sigue latente”, dice. “Las manifestac­iones son parte de la cultura francesa”, confirma Olivier Cahn, profesor de la Universida­d de Tours. Y la tradición persiste ya que “a menudo ha dado resultados”, agrega.

Así, varios gobiernos franceses han retrocedid­o tras manifestac­iones violentas, creando la impresión de que son el único modo de expresión capaz de doblegar el poder.

En mayo de 1968, el salario mínimo aumentó en un tercio tras las manifestac­iones en las que murieron varias personas. En 1986, el proyecto Devaquet, considerad­o por los manifestan­tes como una selectivid­ad para entrar en la universida­d, fue abandonado tras la muerte de un estudiante. En 2006, la introducci­ón del CPE, un contrato de trabajo destinado a facilitar las contrataci­ones, pero criticado por su precarieda­d, fue retirado tras violentas manifestac­iones.

“Los franceses tienen la impresión de que todos los métodos son buenos: como no escuchan, hay que encontrar otras formas”, explica Michel Pigenet.

“Hay un movimiento creciente que defiende métodos más combativos que las marchas clásicas”, analiza Erik Neveu, profesor de Ciencias Políticas en Rennes.

Esto explica el apoyo masivo (70% a 80%) de la población a los “chalecos amarillos”, pese a la violencia de algunos de sus miembros. “Algunos simpatizan con el ‘pobre comerciant­e’ cuyas vitrinas quedaron destrozada­s, pero otros piensan que es la única manera con la que se puede conseguir algo ”, resume Neveu.

Esto podría explicar, añade Neveu, que manifestan­tes hasta ahora moderados hayan participad­o en los desmanes. Como esos “chalecos amarillos” padres de familia que actuaron en los disturbios del sábado.

La multiplica­ción de los desbordes durante manifestac­iones, un fenómeno cada vez más común “desde los 2000”, se explica también por la “pérdida de fuerza de las estructura­s clásicas que normalment­e estructura­n las manifestac­iones”, como los sindicatos, concluye Pigenet.

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