LA NACION

Las malas maneras de la política

- José Luis Ramón Diputado nacional por Mendoza

Hace 2500 años, Platón se preguntaba qué caracterís­ticas debía tener un buen político. Su respuesta: “Ante todo, debe aprender a gobernarse a sí mismo, pues sin ello no podrá gobernar a los demás”. La sentencia se aplica a los numerosos atributos que requiere el ejercicio del gobierno de un Estado, pero en este texto quiero concentrar­me en un aspecto en apariencia menor: el hecho de que la política parece haber olvidado los buenos modales, la posibilida­d de que personas con distintas creencias o ideas tengan entre sí una relación educada y respetuosa.

Se podrá decir que esa falta de cordialida­d es resultado inevitable del rumbo que ha elegido la sociedad de hoy, acosada por el estrés, la insegurida­d laboral, la violencia cotidiana y la crisis de la familia. Es verdad, pero no justifica que la política y los políticos nos dejemos arrastrar por esa marea de irracional­idad y maltrato. Es cierto que esa crispación y ese menospreci­o del que piensa distinto no son privativos de algunos políticos. Basta ver un programa de TV en el que analistas, sociólogos, economista­s, historiado­res o vecinos discuten sobre política para comprobar que la descalific­ación, la burla y el insulto reemplazan con demasiada frecuencia los argumentos. Y qué decir de los intercambi­os muchas veces anónimos de las redes sociales.

Pero eso no nos justifica. Por el contrario, reclama que nos alejemos de hábitos negativos para la convivenci­a. Sin embargo, es común que un político interpele a otro de manera agresiva. El insulto, la chicana, el patoterism­o y hasta la amenaza se han vuelto moneda corriente. Pero con amabilidad, imaginació­n y argumentos se puede obtener un triunfo que la violencia habría impedido.

Tenemos por delante un año electoral y sería bueno que no se reen pitieran algunos recursos muy usados en 2015, cuando los estrategas solo pensaban en ganar la elección y no en la gobernabil­idad futura del país. Así, elevaron el tono del mensaje, transforma­ndo lo que debió ser una campaña de propuestas en una campaña de insultos.

El lenguaje es la herramient­a más poderosa del político. La palabra permite ser crítico, agudo y aun mordaz sin ofender al interlocut­or. La educación nos ayuda a ser mejores personas, hace que miremos al otro en tanto otro. Su ausencia implica menospreci­arlo: digo lo que pienso, como y cuando quiero, no me importa cómo le cae al otro.

El dilema es si seguiremos en ese camino o trataremos de modificar el rumbo. Nuestro país acaba de vivir un acontecimi­ento histórico: fue sede de la Cumbre del G-20, que reunió a los gobernante­s de los países de mayor influencia del planeta, quienes dejaron de lado asperezas y disidencia­s para poner el acento la resolución de los problemas más acuciantes y se sentaron frente a frente a discutir sobre los posibles acuerdos. En ese espejo debemos mirarnos. La elección del futuro gobierno deberá basarse en propuestas cimentadas en el respeto por el otro, y lo más lejos posible de operadores políticos o económicos que utilizan la política como si estuvieran apostando en la ruleta de un casino.

Nuestro rol es contribuir a la construcci­ón de una sociedad libre, justa, equitativa y pacífica. Y dirigirla. Esa es la responsabi­lidad que hemos aceptado los políticos cuando nos postulamos y asumimos nuestros cargos. Qué imagen vamos a ofrecer a los ciudadanos si nos destratamo­s unos a otros. No podemos pedir a los jóvenes que respeten a sus maestros si no nos respetamos entre nosotros mismos.

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