Las malas maneras de la política
Hace 2500 años, Platón se preguntaba qué características debía tener un buen político. Su respuesta: “Ante todo, debe aprender a gobernarse a sí mismo, pues sin ello no podrá gobernar a los demás”. La sentencia se aplica a los numerosos atributos que requiere el ejercicio del gobierno de un Estado, pero en este texto quiero concentrarme en un aspecto en apariencia menor: el hecho de que la política parece haber olvidado los buenos modales, la posibilidad de que personas con distintas creencias o ideas tengan entre sí una relación educada y respetuosa.
Se podrá decir que esa falta de cordialidad es resultado inevitable del rumbo que ha elegido la sociedad de hoy, acosada por el estrés, la inseguridad laboral, la violencia cotidiana y la crisis de la familia. Es verdad, pero no justifica que la política y los políticos nos dejemos arrastrar por esa marea de irracionalidad y maltrato. Es cierto que esa crispación y ese menosprecio del que piensa distinto no son privativos de algunos políticos. Basta ver un programa de TV en el que analistas, sociólogos, economistas, historiadores o vecinos discuten sobre política para comprobar que la descalificación, la burla y el insulto reemplazan con demasiada frecuencia los argumentos. Y qué decir de los intercambios muchas veces anónimos de las redes sociales.
Pero eso no nos justifica. Por el contrario, reclama que nos alejemos de hábitos negativos para la convivencia. Sin embargo, es común que un político interpele a otro de manera agresiva. El insulto, la chicana, el patoterismo y hasta la amenaza se han vuelto moneda corriente. Pero con amabilidad, imaginación y argumentos se puede obtener un triunfo que la violencia habría impedido.
Tenemos por delante un año electoral y sería bueno que no se reen pitieran algunos recursos muy usados en 2015, cuando los estrategas solo pensaban en ganar la elección y no en la gobernabilidad futura del país. Así, elevaron el tono del mensaje, transformando lo que debió ser una campaña de propuestas en una campaña de insultos.
El lenguaje es la herramienta más poderosa del político. La palabra permite ser crítico, agudo y aun mordaz sin ofender al interlocutor. La educación nos ayuda a ser mejores personas, hace que miremos al otro en tanto otro. Su ausencia implica menospreciarlo: digo lo que pienso, como y cuando quiero, no me importa cómo le cae al otro.
El dilema es si seguiremos en ese camino o trataremos de modificar el rumbo. Nuestro país acaba de vivir un acontecimiento histórico: fue sede de la Cumbre del G-20, que reunió a los gobernantes de los países de mayor influencia del planeta, quienes dejaron de lado asperezas y disidencias para poner el acento la resolución de los problemas más acuciantes y se sentaron frente a frente a discutir sobre los posibles acuerdos. En ese espejo debemos mirarnos. La elección del futuro gobierno deberá basarse en propuestas cimentadas en el respeto por el otro, y lo más lejos posible de operadores políticos o económicos que utilizan la política como si estuvieran apostando en la ruleta de un casino.
Nuestro rol es contribuir a la construcción de una sociedad libre, justa, equitativa y pacífica. Y dirigirla. Esa es la responsabilidad que hemos aceptado los políticos cuando nos postulamos y asumimos nuestros cargos. Qué imagen vamos a ofrecer a los ciudadanos si nos destratamos unos a otros. No podemos pedir a los jóvenes que respeten a sus maestros si no nos respetamos entre nosotros mismos.