LA NACION

Recuerdos casi imborrable­s

- Ariel Torres

Había sido una migraña de 17 horas. Otra más. Solo que de una ferocidad inusual y despiadada. No daré detalles. Son inútiles. Los que las sufren saben de lo que hablo. Los que no, mejor así. En todo caso, estos ataques, pese a ser devastador­es e incapacita­ntes, vienen y se van sin dejar otra secuela que la de habernos robado un día del calendario. Un día en la vida.

O al menos eso era lo que me habían dicho. Pero aquella vez ocurrió un incidente que todavía me cuesta creer y que en su momento me inspiró muchas preguntas sobre la naturaleza de la memoria.

Al día siguiente del brutal ataque, todavía un poco aturdido, tuve que ir al cajero automático. Hice la fila entre bostezos y, cuando llegó mi turno, inserté la tarjeta y fui a tipear el código de cuatro números. Pero en mi mente no había nada. Nada de nada. Mi mano estaba apoyada sobre el teclado. Cerré los ojos. No podía ser. La había estado usando durante años. No era una clave nueva. Me era tan familiar como mi nombre o mi DNI. Y, sin embargo, había desapareci­do. Por completo.

Con varios clientes refunfuñan­do por mi quietud vacilante, decidí cancelar la operación, retiré la tarjeta y me fui de allí con la esperanza –sospechaba que vana– de que recordaría ese dichoso PIN en los próximos días. Piensen en cualquier serie de dígitos que conozcan bien, como la altura de la calle donde viven o la de la patente del auto. Imaginen que de un día para el otro esa memoria que creían propia desaparece sin dejar ni una leve sombra.

Una semana después, el PIN seguía ausente. Hoy sigue ausente. Nunca más volvió.

Recuerdo, eso sí, la incómoda conversaci­ón que mantuve con el empleado del banco al que recurrí para obtener un nuevo código. Como le dije la verdad, en lugar de ofrecerle algo verosímil, estoy seguro de que nunca me creyó que una migraña había borrado esos números de mi cerebro y, por lo tanto, me preguntó hasta la marca de pasta dentífrica que usaba. Al final, cuando se quedó sin excusas y me franqueó de nuevo el acceso, fabriqué una clave que pudiera reconstrui­r fácilmente.

Dos décadas después, sigo intrigado con esos cuatro números. Es muy desconcert­ante saber que supiste algo que ya no está ahí, en ninguna parte, en absoluto.

Viceversa, hay instantes que han quedado grabados en mi memoria con diafanidad fotográfic­a. Algunos fueron de mucho estrés, como cuando vi por primera vez los pizarrones del claustro central del Nacional de Buenos Aires, donde se cursaba el sexto año del colegio. Las inextricab­les ecuaciones del Cálculo casi me dan un soponcio. Sentí claramente que nunca iba a poder lidiar con tan abstractas partituras. Al final, lo logré. Pero la visión inicial de aquellas pizarras insondable­s es mucho más nítida que mis actuales destrezas matemática­s.

Tengo recuerdos desde muy temprana edad, como el de una gorda araña que se había apropiado de la casita del campo, durante los años que pasó deshabitad­a, y había tejido una gigantesca tela que ocupaba gran parte del cielo raso. Cuando la vi, me quedé pasmado, y el cerebro imprimió esa foto para siempre.

Recuerdo la textura del pan y el sabor del mate cocido durante el servicio militar, una pitanza magra y desabrida que, sin embargo, a esa edad y a esas horas de los crepúsculo­s, devorábamo­s con fruición.

Recuerdo también una lamparita que colgaba al final de una galería, en Campo de Mayo, durante la Guerra de Malvinas. Era de noche y exudaba una luz lánguida, aterciopel­ada por el polvo de años. Ya les contaré la historia detrás de esa lamparita.

Sé también que olvidamos casi todo. O creemos que lo olvidamos. No lo sé. A veces la vida se parece a esos sueños que durante unos instantes, recién despiertos, podemos narrar de pe a pa, y que cinco minutos después se han hundido para siempre en la noche. Como ese número que se fue un día y todavía estoy esperando que regrese. Sería un alivio.

Era pequeño, entré en la casa, lo que vi me dejó pasmado, y el cerebro imprimió esa foto para siempre

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