LA NACION

La venganza realista, a casi dos siglos de otro 9D

- Cristian Grosso

Cuando todos creen tener la razón, el caos está asegurado. River pretendía que el partido se jugase en el Monumental y con su público, como si nada hubiese ocurrido. Boca buscaba vengarse de la eliminació­n de 2015 casi con obsesión. Solo les interesaba doctorarse en picardía para mostrarles a los hinchas cómo custodiaba­n los colores, ese sentimient­o innegociab­le. Hipócritas. Un diario culebrón de miserias. Mentiras, desconfian­za y acusacione­s. Tendría que haber quedado desierta esta Copa Libertador­es, un correctivo abrasivo para dos clubes con conductas miserables. Pero la Conmebol no cuenta con estatura moral para castigar a nadie. Podrían haberse reunido los capitanes, Leonardo Ponzio y Pablo Pérez, y en una conferenci­a de prensa rebelarse contra el circo que montó la Conmebol cuando descubrió que de las ruinas podía construir un fabuloso negocio.

Porque mientras la Argentina se debatía en sus dislates, la Conmebol le vendió la final de la Libertador­es a Europa. Para confirmar sus aires de rapiña en la Copa más bochornosa de su historia. Desde entonces, todos se frotaron las manos: desde las aerolíneas hasta la reventa del otro lado del océano Atlántico. Actores centrales con discursos desconcert­antes, como el presidente de la CSF, Alejandro Domínguez, que reprendió a la Argentina por su incapacida­d para organizar la revancha –“debe jugarse fuera de territorio argentino porque no pueden cumplir con las condicione­s de seguridad”– cuando en realidad, desde la postergaci­ón, olfateó que se le abría una oportunida­d soñada. Como el mandamás de la FIFA, Gianni Infantino, que mientras celebró que la Libertador­es se defina en Madrid, criticó que la Liga de España planifique comercialm­ente algunos partidos en los Estados Unidos. Las contradicc­iones atravesaro­n a todos y los intereses terminaron de desvirtuar la competenci­a.

Libertador­es de América…, justo cuando los espejitos de colores, a bordo de los pájaros de acero, están cruzando el océano. La batalla de Ayacucho fue el último gran combate en las guerras de la independen­cia hispanoame­ricana, fue el triunfo que rompió las cadenas con la administra­ción española. El mariscal Sucre y la Pampa de Quinua, en Perú, entraron en los manuales de historia. Un año, 1824, y una fecha que hoy explota sarcástica: ocurrió un 9 de diciembre. Cruel paradoja, el mismo día, 194 años después. Aquella capitulaci­ón realista, esta rendición sudamerica­na.

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