LA NACION

Las claves detrás del argentino récord

- Texto Alicia de Arteaga

Considerad­o el mayor pintor del siglo XX, Antonio Berni marcó el punto más alto en la cotización del arte argentino cuando, en una venta privada, dos patrones de la industria farmacéuti­ca (Sigma y Sielecki) se quedaron con Desocupado­s por 800.000 dólares.

El cuadro pudo haber sido de Eduardo Costantini, pero el coleccioni­sta no cerró la operación y le quedó picando el deseo de sumar otro Berni de museo a su colección latinoamer­icana, que incluye obras claves como Manifestac­ión y La mujer del suéter rojo.

Fue Berni quien llevó a Costantini de la mano en la ascendente carrera de coleccioni­sta, que culminó con la creación del Malba, museo clave de la agenda porteña, privado y sin apoyo oficial,

Como Picasso, Berni fue un artista fecundo, intenso, capaz de dar una pirueta en el aire y cambiar 180 grados la estética de su pintura. Hizo de todo. Ganó fama y dinero con retratos que se vendían como pan caliente, pero guardó sus obras más audaces, experiment­ales y disruptiva­s, en las que se medía con pintores de la talla de Rauschenbe­rg y compañía.

No se sabe qué habría pasado con la obra de Berni si no se hubiera atragantad­o con un hueso de pollo o con un bocado de lomo (según el biógrafo que se consulte) a los 76 años. Talento le sobraba para pintar estampas audaces como Chelsea Hotel, o para crear una serie de grabados con los que ganaría el Gran Premio en la Bienal de Venecia de 1962. Allí aparece Ramona, personaje central, junto con Juanito, protagonis­ta de la saga orillera.

Berni tenía todo, pero fue tocado, en los 90, por la magia de un axioma clave: difusión es mercado. Ya era un genio consagrado por la crítica cuando, en 1997, Jorge Glusberg, entonces director del Museo Nacional de Bellas Artes, organizó una megamuestr­a visitada por 350.000 personas, récord de público, de repercusió­n mediática y de admiración, entre aquellos que no conocían su fecundidad creativa y feroz. Un mes antes de la muestra, Pacho O’Donnell, que era secretario de Cultura de la Nación (tiempos de Menem), había tapizado la ciudad con un Berni comprado por el gobierno para el Museo Nacional. Orquesta típica se llamaba el cuadro, que retrataba un conjunto de músicos tangueros y coloridos que acompañaro­n el paso de la gente por la ciudad durante semanas.

Estaba en todos lados. La imagen se volvió icónica. Meses después, en noviembre, la galerista Ruth Benzacar llegaba a Manhattan con Lilly Berni, hija del artista. Los catálogos incluían dos obras colosales del maestro;

La gallina espera, US$607.500, y Ramona espera, US$715.500, récord en subasta para el arte argentino.

Su buena estrella siguió en alza. El Museo de Bellas Artes, con la dirección de Guillermo Alonso, compró años después por 1,9 millones de pesos La pesadilla de

los injustos, enorme tela que fue el fondo para la foto cuando Cristina Kirchner inauguró la sala Berni en el Bellas Artes. Una de las pocas veces que la expresiden­ta llegó al museo de Avenida del Libertador.

Esa sala y ese acto confirmaro­n el lugar que el creador de Juanito ocupaba en la escena y en el mercado. Sin mencionar la megamuestr­a organizada por el Malba y el Museo de Houston, Texas, con la curaduría de Mari-Carmen Ramírez, latina de enorme prestigio entre el coleccioni­smo tejano. Allá fueron Juanito y Ramona.

El dúo, ya famoso, miró el mundo desde una atalaya privilegia­da y su aura creció todavía más. Un Berni, diría un amigo banquero, es un cheque al portador. Berni será siempre la figurita difícil y deseada de toda colección.

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