LA NACION

El sueño cumplido de volar sobre el Everest

- tiene 30 años, conoce 32 países y dio una vuelta al mundo. @gavito_travelling Gonzalo Gaviña

Una vez, un viejo amigo me dijo algo muy sabio que jamás olvidaré: “Un día estarás muy lejos de tu casa y en ese mismo instante sentirás lo cerca que estás de tu esencia”. Dicho y hecho, así fue como sucedió.

Son las cinco y media de la mañana en Katmandú, capital de Nepal, y el latido de mi corazón se adelanta al rutinario despertado­r. Mi pequeña ventana del cuarto deja al desnudo la noche que está próxima a decir adiós. La alegría me invade y mi ansiedad es evidente. Hoy voy a cumplir un sueño. Volar en avioneta la majestuosa cordillera de los Himalayas.

Tras un rico desayuno cargado de huevos, salchichas, arroz y un buen jugo de naranja me digno a partir en taxi al aeropuerto. La nave es conducida por mi amigo Mambir, un joven Nepalí divertido y fan de Messi, con quien he visitado varios spots de este maravillos­o valle.

Durante el viaje disfruto de templos y palacios budistas e hinduistas que en pocas horas serán asediados por hordas de turistas. Mientras tanto, los jóvenes vuelven zigzaguean­do a sus hoteles delatando el cansancio de una noche larga y sin igual. Los minutos pasan volando y las puertas del aeropuerto se abren ante mí. Con el tiempo en contra, como de costumbre, y un hall atestado de gente, mis chances de subir al ave de acero se reducen. El desorden es absoluto y la gente se mueve de aquí para allá. A pesar de eso logro avanzar entre valijas y controles.

Ajusten los cinturones

Cumpliendo mi primer objetivo, llego a la sala de partida y bajo un extraño acento oigo el anuncio de mi vuelo con destino a Mt. Everest. Es un hecho: voy a dar un paseo a 8000 pies de altura. Los vuelos de avistaje parten a diario desde el aeropuerto Tribhuvan. En un recorrido de una hora se observa en compañía de un excelente mapa y un profesiona­l equipo de azafatas la extensa cordillera de los Himalayas.

Esta majestuosa cadena montañosa de 2600 kilómetros de longitud se ubica en el continente asiático y se extiende por los límites de Butan, Nepal, China e India. Es la cordillera más alta del mundo, albergando más de 100 picos de 7000 metros de altura y una elite de nueve por encima de los 8000. Su joya es el mítico Mt. Everest, fuente de inspiració­n y constante desafío de la raza humana. Algunos lo llaman el techo de la tierra.

Bajo la salida inminente del sol desplazo mi cuerpo hasta la escalera del avión. El frío aprovecha la situación y se cuela a través de mi ropa. Una amable azafata me guía hasta mi asiento junto a la ventana. El movimiento de mis manos delata mi excitación y habiendo recibido el mapa de la cordillera, ajusto el cinturón y enciendo la cámara con la cual inmortaliz­aré esta épica aventura.

En un clásico juego conmigo mismo, a medida que ingresan los demás pasajeros intento descifrar sus nacionalid­ades. Todos están en sus asientos y en condicione­s de despegar. Mi mente se detiene. Ya no hay lugar pa- ra la razón, solo dejo las riendas en manos de mi corazón.

Mar de nubes

Una nueva voz indica el despegue en varios idiomas y en unos pocos segundos mi alma se dispone a volar. La altura dice presente en los pequeños techos y calles de la ciudad. Mi corazón palpita a mayor velocidad rindiendo honor a la vibrante sensación de volar. Un denso colchón de nubes separa el mundo terrenal del celestial. Mi pequeña ventana se transforma en un cuadro viviente y a través de ella logro admirar un extenso mar de nubes golpeando de lleno contra una imponente masa de tierra.

Es imponente y abrumadora. Extensa y amenazador­a. Su inmensidad es contundent­e. Al fin puedo verla y sentirla. Los primeros rayos dorados del sol brillan sobre sus bastos picos nevados creando un resplandor celestial. Logro poner en perspectiv­a un gran tramo de la cadena que parece no tener final. Es difícil pensar que un ser viviente de un metro ochenta logró conquistar sus vertiginos­as cimas.

Luego de una serie de picos me encuentro con el Mt. Everest resplandec­iente como un gran faro. Su presencia es colosal y emana un gran respeto. En silencio me digno a contemplar­lo. Unas pequeñas nubes a su alrededor le brindan el misterio perfecto. Los minutos pasan volando y de a poco lo dejamos atrás.

Las ruedas del avión se despliegan y en un suave contacto con la tierra logramos aterrizar. Tras un extenso y unánime aplauso festejamos sin igual. Mis pies vuelven a tierra firme pero no así mi corazón, el cual sigue volando. Una gran sonrisa cubre mi rostro y la gente que me rodea me lo hace notar. Ya nada será igual.

Unos meses después de aquella aventura me reencontré con ese viejo amigo. Nos volvimos a sentar, pero esta vez fue distinto ya que al verlo pude reconocerl­o. Lo vi más joven y menos serio. Ese amigo era yo de pequeño.

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