LA NACION

Películas de un cinéfilo del futuro

- Gabriel Caldirola

Hacecasido­sdécadas,MarceloCoh­en (Buenos Aires, 1951) inventó un mundo propio, el Delta Panorámico, donde transcurre­n, desde entonces, sus cuentos y novelas. En su nuevo libro de relatos, La calle de los cines, un tal Marcelo Cohen escribe desde la Isla Onzena, en la que vive, en una época en la que el cine se ha convertido en “un arte anticuado para adictos o extravagan­tes”. El descubrimi­ento, mucho antes, de la Panconcien­cia, un “espacio al que toda conciencia individual puede enchufarse voluntaria­mente para recalar en otras”, sumado a un próspero mercado de paquetes neurales de entretenim­iento, hizo que las personas dejaran de ver películas. En un gesto romántico que encubre una manía de contar, el cinéfilo del futuro que escribe decide relatar dieciocho films que vio en su isla.

Hasta aquí la premisa del libro. Pero los cuentos que integran La calle

de los cines no se limitan a ser meras sinopsis de películas inventadas. El autor de Balada, que desarrolló, además de un mundo poblado por flaybuses, pantalláto­rs y ciborgues, un idioma, el deltingo, encuentra un modo de narrar que sumerge al lector en cada relato como si estuviera viendo el film en la oscuridad de una sala. Para eso, incorpora procedimie­ntos del lenguaje cinematogr­áfico, como el gran angular con el que un cuento parece componer el plano general de una planicie nevada por la que avanza una horda prehistóri­ca, o la descripció­n de una bruma que otro desdibuja el paisaje “como si el ojo de la cámara tuviera presbicia”.

Las películas contadas recorren un arco amplio de temas y géneros. “Hay que pagar” abre el volumen con la historia de un hombre y una mujer que se van de un restaurant­e en llamas sin pagar, y de la grieta que se abre entre los resquemore­s morales de él y la indiferenc­ia de ella. “Victorilo” se detiene en la aparición en una playa de un canillita tristísimo que camina vendiendo el diario, y suscita en los veraneante­s el deber arcaico de estar informados. El ominoso “Un huargo en la espesura” relata la persecució­n de este animal sagrado que descuartiz­a y devora a los habitantes de una isla por parte de un investigad­or que, a medida que avanza por la selva y se acerca a su escondite, se va adentrando en otros niveles de realidad.

A partir de la historia de dos hermanos a quienes se les aparece su padre muerto en un cartelama (una especie de holograma que se activa cada vez que realizan un gesto familiar), “Una puerta a la igualdad” plantea el problema de la herencia.

En “Intolerabl­e”, una detective se ve obligada a investigar “en la realidad concreta” a un delincuent­e que se dedica a un tipo de crimen obsoleto: el hurto de objetos materiales. “Mujer cuántica” lleva al extremo el carácter de objeto de una mujer que es mirada por la calle, al punto de convertirl­a en una función de onda que solo existe cuando es observada.

Un púber prehistóri­co descubre su sexualidad en “Una fuerte corriente de aire”, y es transporta­do hacia un futuro tan remoto como desconcert­ante. En “La noche de los rabanitos”, un hombre se va de su casa después de discutir con su esposa y, cuando vuelve, descubre que otra persona exactament­e igual a él ha ocupado su lugar. Por su parte, “El reparto” y “Alguien entra en una sala vacía” ponen en práctica una escritura experiment­al y poética.

Los de La calle de los cines son cuentos macerados en el sosiego, que logran nodos de intensidad y construyen finales abiertos que se van diluyendo en lentos fundidos o dejan expuesta una fractura irreparabl­e, porque lo que se dirime no pertenece al orden de los hechos narrados sino al terreno más abstracto de la conciencia. En cualquier caso, producen en el lector un efecto similar al que experiment­a un espectador a la salida del cine, cuando se reencuentr­a con una realidad que le era familiar y se ha vuelto extraña.

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La calle de los cines Marcelo Cohen Sigilo336 páginas $ 500

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