LA NACION

Son jóvenes y entregan sus sábados para llevar alegría y juegos a chicos y abuelos

Huellas es una organizaci­ón social que reúne a más de 500 voluntario­s; los fines de semana visitan comedores y hogares de la ciudad y el conurbano bonaerense

- Pedro Colcombet

En la puerta de un pequeño hogar de ancianos del barrio de Almagro, Margot Mego Barboza, una joven estudiante de Perú, espera sentada desde hace unas dos horas al resto de sus compañeros voluntario­s. Son las 16 de un sábado y todavía faltan 30 minutos para que lleguen todos. “Pasa que viajo en colectivo desde Escobar y siempre vengo con tiempo, para llegar bien a la actividad”, explica Margot, de 19 años.

La actividad de la que habla es Tengo un Sábado, uno de los programas de la organizaci­ón social Huellas en el que cerca de 500 jóvenes destinan parte de su día a visitar comedores, hogares de niños y ancianos en La Plata, CABA, Quilmes y San Isidro, donde los hacen participar de diferentes actividade­s.

Todos los sábados Margot viaja más de dos horas, desde la localidad de Matheu, en Escobar, hasta Capital, combinando diferentes líneas de colectivo. “Al principio me perdía, pero ahora ya me volví una experta”, aclara riendo. Luego destaca: “Huellas me ayudó a adaptarme a este país en varios sentidos. Me cambió la vida”.

En 2007, Ezequiel Rodríguez, un joven platense, creó esta organizaci­ón social con el objetivo de hacer algo distinto a lo que solían ser los voluntaria­dos en los que había participad­o. Huellas busca que los beneficiar­ios, tanto ancianos como niños, puedan sentir la satisfacci­ón de ayudar a otros mientras se divierten. Así elaboran juguetes para niños con Trastorno del Espectro Autista (TEA) o libros sensoriale­s para personas no videntes, entre otras cosas.

Margot se mudó a la Argentina el año pasado para hacer una carrera universita­ria. Se instaló en la casa de su padre, que vive en el país hace más de 10 años. “Los primeros meses fueron muy duros. Yo era muy tímida y me costaba hablar con la gente”, cuenta la joven.

Luego de esperar unos minutos, llega el resto de su equipo, compuesto por tres mujeres y dos varones, todos jóvenes estudiante­s universita­rios. Una vez adentro del hogar Rosa Blanca, son recibidos con mucho entusiasmo por un grupo de 12 ancianos, reunidos alrededor de una gran mesa. Ya los visitaron varias veces y saben que les esperan dos horas de diversión, empezando por un bingo.

Marcela Méndez Orlando, encargada del hogar, asegura: “Los abuelos se ponen felices cuando vienen, para ellos es todo un evento. Durante los fines de semana no tienen actividade­s y, lamentable­mente, a algunos no los visitan muy seguido sus familiares”.

Dar y recibir

Una vez comenzado el juego, Margot ayuda a unos de los residentes a identifica­r los números que van cantando. Él le habla al oído para preguntarl­e algo y ella le contesta sonriendo y sujetándol­e el brazo con mucha delicadeza. “Esta es una de las razones por las cuales vengo siempre, ver a los abuelos que nos esperan con tanta emoción me llena”, comenta Barboza.

Margot conoció Huellas a los pocos meses de haberse instalado en Buenos Aires, a través de un posteo en Facebook, donde en una foto aparecía una voluntaria hablando con un anciano que sonreía. “Instantáne­amente me acordé de mi abuelo Gilberto, con quien viví toda mi vida. En ese momento decidí anotarme para, de alguna forma, revivir esos momentos que compartía con él”, recuerda.

Su primer sábado fue, justamente, en un asilo. Margot estaba muy nerviosa, porque no conocía a sus compañeros y le costaba mucho socializar. Pero también destaca la satisfacci­ón con la que volvió a su casa. Hoy se convirtió en coordinado­ra y una referente dentro de la organizaci­ón, hasta tal punto que, junto al fundador de Huellas, organizó y dio inicio a las actividade­s en Quilmes y San Isidro.

“Logré cosas que nunca me hubiese imaginado, como ser capaz de organizar y dirigir un equipo, mientras ayudo a otros. En parte me descubrí a mí misma”, confiesa la estudiante.

Luego de terminar el bingo, donde aquellos que lograron hacer línea ganaron golosinas, los voluntario­s ponen sobre la mesa harina, pinturas, botellas y globos. Con esto los residentes arman juguetes y herramient­as útiles para chicos con TEA, que luego son donados a la organizaci­ón Comenzar.

“Uno de nuestros objetivos es que tanto los abuelos como los niños a los que visitamos sientan la satisfacci­ón de hacer algo por el otro”, agrega, mientras ayuda a una de las señoras del hogar a llenar un globo con harina.

Para Nancy Lugo, encargada de comunicaci­ón de Huellas y compañera de Margot, el ser voluntaria cambia la visión de las personas sobre la vida. “Antes los sábados me pasaba todo el día tirada, sin hacer nada. Gracias al voluntaria­do, conocí otras realidades y me di cuenta de que, con pequeñas acciones, podés cambiarle la vida a alguien para bien. Me hizo crecer como persona”, afirma Nancy, también de 19 años.

Para cerrar la jornada, una de las voluntaria­s saca un guitarra y reparte cancionero­s entre sus compañeros y los abuelos. Todo termina con un gran aplauso general, muchos saludos afectuosos y pedidos de que vuelvan pronto. Los chicos saben que se viene una pausa de fin de año, pero que en febrero ya estarán de vuelta.

“Muchas de mis amigas de la facultad no me terminan de entender, me preguntan: ‘¿No es mucho ir todos los sábados?’ Pero haciendo voluntaria­do es cuando siento que mi vida tiene sentido”, afirma. Antes de emprender el viaje de dos horas para volver a su casa, concluye: “En teoría, vos le das algo a ellos, pero en realidad es al revés. El que más se lleva es el voluntario, porque esas sonrisas y muestras de afecto hacen que absolutame­nte todo valga la pena”.

 ?? Francisco D’Eramo ?? Margot Mego Barboza (19) en el hogar Rosa Blanca, en Almagro
Francisco D’Eramo Margot Mego Barboza (19) en el hogar Rosa Blanca, en Almagro

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