LA NACION

Los inmigrante­s y el respeto a la ley

- Félix V. Lonigro

Cuando en 1853 se sancionó la Constituci­ón Nacional, la Argentina tenía apenas un millón de habitantes: había más kilómetros cuadrados que seres humanos. De allí la desesperad­a invitación de los constituye­ntes, en el Preámbulo, a “todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino”. Para crecer, a nuestro país no le era suficiente sancionar una Ley Fundamenta­l; además era necesario poblar el territorio, y Juan Bautista Alberdi lo expresó con claridad cuando prácticame­nte limitaba la acción de gobernar a la de fomentar la población, lo que se tradujo en su famoso apotegma “gobernar es poblar”.

En función de esa necesidad, el constituye­nte propuso la igualdad de derechos entre nacionales y extranjero­s, prohibiend­o a los gobernante­s la fijación de impuestos específico­s para ellos, así como también que les pudieran exigir la adopción de la nacionalid­ad argentina. Bastaba que llegaran con el fin de trabajar, desarrolla­r las ciencias y las artes, y ejercer la industria y el comercio, para que resultaran plenamente bienvenido­s. En definitiva, necesitába­mos a los extranjero­s para crecer en todo sentido.

No era inadecuada esa benevolenc­ia para con quienes desearan habitar nuestro territorio, porque la historia nos muestra cómo, desde un principio, los extranjero­s colaboraro­n con nuestra libertad e independen­cia: un francés organizó la base de nuestro Ejército –el Regimiento de Patricios– para expulsar a los ingleses en 1806/07 (Santiago de Liniers); un boliviano presidió nuestro primer gobierno patrio (Cornelio Saavedra, quien había nacido en Potosí, hoy Bolivia); un español compuso la música de nuestro himno (Blas Parera); un peruano elaboró nuestro escudo nacional (Juan de Dios Rivera Túpac Amaru); un uruguayo compuso la música de una de las marchas militares más emblemátic­as de nuestra historia y del mundo (Cayetano Silva, quien compuso la Marcha de San Lorenzo en 1898).

No se trata ahora de estigmatiz­ar a los inmigrante­s ni de adjudicarl­es la responsabi­lidad por la insegurida­d que nos asuela. No se trata de iniciar una cacería contra aquellos que aprovechan nuestra generosida­d para ingresar al territorio nacional, pero es indispensa­ble que la apertura a los extranjero­s no sea incompatib­le con los objetivos que se enumeran en el Preámbulo de nuestra Ley Fundamenta­l. El derecho de las autoridade­s –nuestros representa­ntes– a limitar el derecho de los extranjero­s es inobjetabl­e. No hay norma constituci­onal alguna que lo impida y el Pacto de San José de Costa Rica avala las restriccio­nes al ingreso de extranjero­s siempre que estén impuestas por ley.

No existe, ni en la Constituci­ón Nacional ni en los tratados internacio­nales a los que la Argentina ha adherido, norma alguna que impida la expulsión de residentes extranjero­s, aun cuando tuvieran residencia legal en el país, en la medida en que las causales de expulsión estén previstas en la legislació­n (con mucha más razón cuando esos extranjero­s son ilegales). Por el contrario, se trata de una potestad que la Convención Americana de los Derechos del Hombre confiere expresamen­te a las autoridade­s de los países miembros.

El cinco por ciento de la población de la Argentina está formada por extranjero­s: pues son bienvenido­s en la medida que respeten la ley, nuestras costumbres, nuestra cultura, y en la medida que no alteren la convivenci­a social. Si así no fuera, es constituci­onal y convencion­almente válido que se los expulse. Ello no constituye xenofobia, sino una medida lógica en un país que, para conflictos internos, se autoabaste­ce con sus propios ciudadanos.

Profesor de Derecho Constituci­onal UBA, UAI y UB

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