Un nuevo tipo de espectador
además de proyectarse hacia otros mercados. Pero lo más importante es que logra adaptarse a las nuevas maneras de ver televisión de los últimos tiempos: narrativas más compactas y sólidas, puesta en escena casi cinematográfica (sin las pausas marcadas por la ya superada separación en bloques), apuestas de género (thriller, suspenso, terror), mayor riesgo artístico, alusiones más sutiles que explícitas a la realidad que nos circunda.
Hay otra señal de identidad que empieza a consolidarse en este terreno: el de las biografías de figuras de altísima popularidad en los ámbitos artísticos y deportivos de la Argentina. La miniserie de Sandro, emitida este año por Telefe, tal vez no haya tenido los resultados visuales y artísticos esperados, pero dejó la huella abierta para que en 2019 se encolumnen detrás de ella otros proyectos del mismo cuño dedicados a Carlos Monzón, Carlos Tevez, Diego Maradona y la malograda cantante tropical Gilda.
El de las miniseries o nuevas ficciones cortas es un terreno que cada vez se muestra más fértil para la televisión argentina. Si la adaptación de la vida de Sandro apenas cumplió con las expectativas de mínima, todo lo contrario ocurrió con algunos otros títulos. El lobista nos entregó los mejores diálogos del año y una formidable dupla interpretativa (Rodrigo de la Serna y Darío Grandinetti). La segunda parte de El marginal mantuvo la intensidad, la tensión y el fascinante retrato de un mundo terrorífico y autosuficiente ya expuestos en la temporada anterior, lo suficientemente atractivo como para darle a la TV Pública notables mediciones de audiencia. La puerta está abierta del todo para una tercera parte. La secuela de Un gallo para Esculapio no tuvo la repercusión de su predecesora (quedó limitada su exhibición al canal de cable que la produjo), pero mantuvo en lo alto la calidad autoral y actoral que le conocimos. Y Morir de amor resultó una gran revelación por su arriesgada apuesta (la más extrema en mucho tiempo desde lo visual), la bienvenida llegada a la TV de una gran autora de cine como Anahí Berneri y la disposición de Griselda Siciliani para cambiar su zona de confort por espacios mucho más oscuros. El circuito se completó con Hotel Rizoma, cuya prometedora propuesta se diluyó rápido entre tediosas reiteraciones de la misma fórmula.
Más allá de sus resultados, estas ficciones más breves y compactas interpelan a un nuevo televidente, mucho más reactivo y con mayor poder de iniciativa y de decisión. Responden a esos estímulos con esfuerzos narrativos y visuales notorios. Proponen escenas y diálogos más precisos, trabajan mucho en exteriores, cuidan cada detalle artístico tratando de evitar sobre todo los costos de hacer las cosas a las apuradas. Allí aparece el contraste con las ficciones de viejo cuño y largo aliento como las tradicionales tiras del prime time.
El inalterable molde que caracteriza a estos relatos quedó a la vista incluso en el exitoso ejemplo de 100 días para enamorarse. Estas historias corales, por lo general muy bien concebidas y diseñadas en el arranque, se sostienen a partir del esfuerzo casi sobrehumano de autores, técnicos y actores casi siempre expuestos a sostener a puro talento escenas enteras a través de balbuceos y diálogos casi improvisados, porque lo que interesa es el comienzo y el final de cada acción. El televidente percibe muchas veces la esterilidad de estas situaciones, pero en este caso las cosas funcionaron gracias a una suma de factores: la inmediata empatía del público con la propuesta central del relato, el compromiso absoluto de un grupo de actores entusiasmados con la idea y una astuta aproximación del ciclo con cierto clima de época. Aquí se encaramó al primer plano el personaje de Juan, el adolescente trans encarnado por Maite Lanata, que en un momento llegó a opacar al resto de los protagonistas y convertirse en el verdadero eje del relato. Ahora, en los tramos finales, la atención central regresó a las dos parejas protagónicas.
Todo lo contrario ocurrió con Mi hermano es un clon, que Eltrece todavía sostiene en su horario central, aunque todavía debe estar revisando las razones por las cuales se precipitó su llegada en reemplazo de Simona, una tira juvenil que había sido mucho mejor recibida. La tira protagonizada por Nicolás Cabré es desde el comienzo un compendio de los más flojos estereotipos de las ficciones de Pol-ka: situaciones de comedia replicadas sin convicción de experiencias similares previas, actores que toman distancia de sus nada empáticos personajes y cumplen apenas desde el oficio con su tarea, fórmulas gastadas que hace tiempo dejaron de causar gracia, escenas que se suceden y avanzan sin que aparezca en el relato ningún rumbo más o menos comprensible. En el fracaso de Mi hermano es un clon se entienden muchas de las razones por las cuales aparece en crisis el modelo tradicional de ficción que en otros momentos funcionó con indudable éxito en el prime time televisivo.
En medio de estos claroscuros, no pasa una semana sin que alguna figura o institución importante que representa a los actores o los autores se pronuncie en contra de la presencia de las ficciones extranjeras en la grilla de la TV abierta local y reclame mayores regulaciones oficiales para reducirlas a la mínima expresión. Más que pedir ese desplazamiento (en todo caso, eso debería surgir del veredicto del público, no de alguna corporación), quienes objetan esa presencia deberían tomar nota de aquello que funciona y hace que cierto televidente tradicional todavía las prefiera.
No es algo que suceda en todos los casos –porque hubo más lanzamientos de novelas turcas que las que efectivamente funcionaron– y sus equivalentes brasileñas, que hasta no hace mucho lideraban las planillas de rating, hoy vuelven a brillar por su ausencia. Lo que nos dice el éxito de algunas producciones turcas lanzadas este año (El sultán, Todo por mi hija) es el rigor con el que se producen y escriben. La preferencia por las novelas extranjeras a partir de la precisión y el cuidado con los que se escriben y se ponen en escena secuencias con largos y creíbles diálogos –en contraste con el balbuceo característico de esas situaciones en la ficción local– es una hipótesis que debería estudiarse.
Queda en este terreno la incógnita de Millennials, el último lanzamiento de ficción de 2018 y el primero en la historia de Net TV. Aquí, una generación que asomó en la pantalla de la mano de Cris Morena regresa, ya crecida, en otro escenario. Presentada como el retrato de una generación que parece estimulada o resignada a mostrar sus aspectos más superficiales, banales y negativos, Millennials apuesta al erotismo más explícito que permite hoy el género y a un lenguaje narrativo que le debe mucho a la publicidad. La falta de dispersión (el eje de la trama por ahora no va más allá de los cruces entre tres parejas) y la muy agradable presencia de Johanna Francella y Matías Mayer en el elenco aparecen como sus aspectos más positivos en el arranque. De todas maneras, por su proyección, Millennials parece destinada a otro calendario, más allá del 2018 que está por terminar.