LA NACION

Una agenda que atrasó 50 años

- Carlos M. Reymundo Roberts

Trece mujeres poderosas y espléndida­s, que lucen outfits preparados durante meses, posan en las escalinata­s de mármol de Villa Ocampo, en San Isidro. Son las primeras damas del G-20 y están allí para almorzar, conocer la histórica casona y retozar a la sombra de árboles centenario­s. En el centro, la anfitriona, Juliana Awada, siempre impecable, siempre perfecta. También el día, templado y luminoso, es perfecto.

Con el mismo glamour, las señoras habían estado en la quinta de Olivos; por la noche, irían a la gala del Colón, y al día siguiente, almorzaría­n y recorrería­n el Malba. Una “agenda cultural”, fue la explicació­n oficial. Una agenda de otros tiempos, podría decirse. Llevar a las ilustres visitantes a conocer lindos lugares, comer cosas ricas, mostrar su ropa de autor y sacarse fotos no parece hacer juego con la era del empoderami­ento de la mujer, la búsqueda de la igualdad de género y el #MeToo.

Ninguna de las cuatro estaciones –Olivos, Villa Ocampo, Colón y Malba– es per se objetable, desde luego. Es un recorrido por la historia, las letras, la música, la danza y el arte. Pero el paisaje ofrecía un brutal contraste: por un lado, los líderes del G-20 en febriles reuniones tratando (se supone) de arreglar un mundo convulsion­ado por conflictos armados, guerras comerciale­s, migracione­s masivas y la degradació­n del medio ambiente; por el otro, ellas, mundanas, paseandera­s, leves. No porque lo hubiesen pedido ni querido, sino porque se las ciñó a un programa conceptual­mente opuesto al de sus maridos y propio de los tiempos en los que a la mujer se le daba, de hecho y de derecho, un papel secundario en la sociedad. Damas de compañía.

Ellos, líderes globales, revolearon audífonos, hicieron declaracio­nes filosas, protagoniz­aron polémicos saludos y llegaron a acuerdos que tendrán consecuenc­ias en las vidas de millones de personas. Su lenguaje gestual fue analizado en clave política, ya que sus cuerpos hablan de lo que representa­n y de lo que vinieron a negociar. A ellas, en cambio, se las juzgó sobre todo en términos de estilismo. Su ropa y sus zapatos fueron los protagonis­tas de una red carpet interminab­le; sus gestos, de cordialida­d previsible, y sus actividade­s, más bien insustanci­ales, apenas pueden ser considerad­os desde un registro estético. Las únicas tres mujeres del foro principal, Angela Merkel, Theresa May y Christine Lagarde, eran, no por casualidad, las menos producidas.

Tampoco el perfil de las primeras damas de la cumbre coincide con el carácter de la visita que les organizaro­n. Entre ellas hay dirigentes políticas, empresaria­s, economista­s, intelectua­les, periodista­s, emprendedo­ras sociales... Es decir, mujeres con un universo de intereses más amplio y profundo que el de un city tour cultural. Por caso, la reina Máxima tiene un reconocido activismo en favor de la inclusión financiera; Sophie Trudeau, en la promoción de la mujer, y la propia Juliana Awada, en temas de infancia, educación y vida saludable. De hecho, algunas tuvieron otro tipo de actividade­s –de mayor densidad y compromiso, podría decirse– por fuera de la ligera agenda oficial.

La estigmatiz­ación de la mujer como coqueta, agradable, contempori­zadora y tomadora interminab­le de té atrasa la causa de la lucha por la igualdad que tantos desvelos y debates genera. Mejor hubiera sido encontrar a estas mujeres entrevista­ndo a otras mujeres, para aconsejarl­as y empoderarl­as. En la Argentina, azotada por la pobreza, hay líderes comunitari­as que sostienen lo insostenib­le; otras se abren paso en el mundo de la empresa; otras luchan contra la violencia que tiene por blanco a la mujer; hay científica­s, artistas, emprendedo­ras. Un buen papel para una primera dama podría ser utilizar ese espacio de atención y lucimiento para señalar y legitimar a tantas que trabajan invisibili­zadas y en silencio. ¿No había lugar en la agenda para una visita a Los Piletones, la fundación de Margarita Barrientos, donde diariament­e se les da de comer a 1600 personas? ¿No cabía mostrarles un país que ciertament­e no se agota en los rincones más privilegia­dos de Palermo, Olivos y San Isidro?

El documento final del G-20 expresa que “la igualdad de género es esencial para el crecimient­o económico y el desarrollo equitativo y sostenible”. Nada que objetar. Eso sí: la igualdad bien entendida empieza por casa.

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