LA NACION

Recuerdos de una muñeca de cera

- Diana Fernández Irusta

“Tuve suerte”, me dice Sonia. Sí, la tuvo. Tuvo suerte porque, por el simple hecho de no tener las llaves de casa encima, nunca supo si aquel desconocid­o pretendía romper el juguete de carne y hueso que la vida le había puesto a disposició­n. O si apenas intentaba merodearlo.

Sonia tenía unos nueve años, pero –es de las mías, bajita y menuda– parecía más chica. Por aquel tiempo, los porteros eléctricos funcionaba­n en Buenos Aires. Por aquel tiempo, los chicos jugaban en la calle, salían a hacer compras al almacén e iban solos a la escuela sin que eso supusiera grandes debates familiares. En eso estaba Sonia: volviendo de comprar un kilo de azúcar, un mediodía apacible, subo los escalones, me empino un poco, toco el botón del portero eléctrico, la puerta se abre.

Ahí se coló el desconocid­o. La sonrisa amplia, entró con ella como si él también viviera en el edificio. “¿Sabés que a veces creo que hasta me acuerdo de sus rasgos?”, me dice Sonia, que también siente que, a estas alturas, todo el episodio se tiñó de la materia difusa de los sueños.

Subieron juntos al ascensor. Ella marcó el piso de su casa. Pero antes de que pudiera bajar –recuerda el brazo del hombre por encima de su cabeza–, él marcó otro. “A vos te gusta pasear”, le dijo, sonriente. Llegaron al noveno piso, él no se bajó, y cuando ella intentó, otra vez, marcar el suyo, él se adelantó y pulsó planta baja. Le sonrió, insistió: “A vos te gusta pasear”.

Por aquel tiempo, ni charlas con mamá –ni qué hablar de ESI o similares–, ni susurros en los recreos, ni nada: Sonia no tenía demasiados recursos para entender lo que estaba ocurriendo. Aunque sabía que algo andaba mal. Muy mal.

Cuando llegaron a la planta baja, el hombre trabó la puerta del ascensor. Dijo algo sobre el cierre del pantalón. “Vos sos buenita”, sentenció, la sonrisa inmutable. Sonia no recuerda haber dicho nada; una mano invisible, helada y firme, le atenazaba la garganta. “Sos buenita, ¿no?”, volvió a la carga él. Y descubrió que el dobladillo del vestido de ella estaba descosido, y alargó la mano para comprobarl­o. Sonia se recuerda sin pensamient­os; una muñeca de cera, muda, que se tiraba hacia atrás, como si se quisiera hundir en la pared del ascensor.

“¡Sonia!”. La voz de la madre. Había pasado demasiado tiempo desde que la hija avisara, a través del portero eléctrico, que entraba. No hubo tiempo ni para ver el presumible cambio de gestos en el desconocid­o. En un instante, su cuerpo alto, sus brazos delgados, se esfumaron. Ruido de pisadas en el palier, portazo de la puerta de calle. Sonia descubrió que la mano que le oprimía la garganta era la del miedo. Luego vino la vergüenza. Gritos, nuevos pasos a través del palier, la madre que se arrojaba a la calle, en un intento de dar caza al desconocid­o. Y la muñeca de cera que seguía, muda y pálida, como incrustada en la pared del ascensor.

Sonia sabe que conozco la historia. Por eso no necesita hacer aclaracion­es cuando, mirando el rostro que aparece en la televisión, me dice: “Me pregunto qué versión del ‘sos buenita’ o ‘te gusta pasear’ habrá escuchado esa noche”. El rostro es el de Lucía Pérez; la noche, esa que la hizo tan atrozmente conocida.

Sonia está ofuscada. Viene de intentar explicarle a un amigo que nada es tan sencillo –ni hay tanta libertad de acción– cuando el escenario lo ocupan varones que son adultos, y son tres, y una chica que está sola y tiene dieciséis. “No entiende”, me dice. Y, no. Porque hay certezas que se te hunden tan profundo en el cuerpo que se vuelven intransfer­ibles.

Las conozco; no hay mujer que no haya aprendido a lidiar con las agresiones sexuales con la misma naturalida­d con que aprendió a atarse los cordones de las zapatillas. No hay una que no haya incorporad­o ese saber desde inimaginab­les edades de la infancia. Es como es; es así. Un poco más definitivo que estar simplement­e enojadas.

Sonia descubrió que la mano que le oprimía la garganta era la del miedo. Luego vino la vergüenza

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